Dice Jorge de Burgos, el inolvidable sabio, ciego y asesino que incendia la biblioteca en El nombre de la rosa: «La risa es la debilidad, la corrupción, la insipidez de nuestra carne», parlamento que tiene hondas raíces que pueden rastrearse hasta el Génesis, y que bien hubiera podido ser el lema de un montón de teólogos medievales. (Debo decir antes de continuar, que no tengo idea de por qué Umberto Eco decidió en esta maravillosa novela en clave dar a Borges esa incompatible identidad, pues me parece que Borges sabía reír y hacer reír como pocos.)

Cuando Yahvé, acompañado por dos ángeles, se aparece a Abraham en el encinar de Mambré, le anuncia que el año siguiente será el padre de un niño. Sara, la esposa de Abraham, escucha la profecía y se ríe en silencio al pensar en la avanzada edad de su marido y de ella misma. Fue una risa silenciosa, tal vez expresada en un gesto, una media sonrisa, el leve movimiento de la cabeza, pero bastó para irritar a Yahvé: «Y dijo Yahvé a Abraham: ¿por qué se ha reído Sara, diciéndose, de veras voy a parir, siendo tan vieja?» La pobre Sara, descubierta, niega el haberse reído, pero Yahvé la regaña: «Sí, te has reído.» Todos conocemos la sensación de ridículo y vergüenza que nos invaden cuando alguien nos reclama el habernos reído impropiamente: la carcajada interrumpida, la seriedad impuesta, el apocamiento. Es una de las sensaciones más desagradables del universo. Ahora, imaginemos que quien nos riñó por reírnos es Dios. No es chiste.

Al mirar el rostro apacible de los Budas; el baile alegre y enternecedor de Ganesha, el panzón dios hindú de cabeza de elefante, o la sensual languidez de Dioniso, a veces siento un poco de envidia. En la enseñanza católica, la cosa es más severa y grave. Los solemnes varones que se encargaron de evangelizar Europa estaban bien conscientes de que la falta de humor era considerada una virtud. Cuando en el año de 866 el Kan Boris, descendiente del ferocísimo Kan Krum, azote de Bizancio, decidió convertirse, dirigió una larga carta al papa Nicolás. La extensísima carta, entre otras cosas, preguntaba si los búlgaros conversos debían en lo sucesivo abstenerse del ioca durante la Pascua. La respuesta fue afirmativa y muchos catequizados se entristecieron, pues ioca es, ni más ni menos, la palabra que da origen a la expresión jest, o broma. Del ioca viene la palabra inglesa joke (chiste). El papa no se limitó a prohibir la práctica del ioca en la Pascua; también prohibió a los búlgaros el iocacon el que se envalentonaban antes de entrar en la batalla. ¡Pobres! Paganos y bravísimos, los búlgaros eran, como diría Borges, «Inocentes como animales de presa,/ crueles como cuchillos.» En lugar de velar armas, hacían una fiesta en la que hacían bromas, participaban en competencias y bailaban. De esta forma iban a la guerra muertos de risa, en un estado que imagino propenso a la ira y la temeridad. Al convertirse en soldados fervorosos y circunspectos, dejaron de ser invencibles.

En el curso de la cristianización de Europa hubo algunos incidentes que no sé cómo no hicieron reír a los misioneros o a los conversos: San Emiliano de Rioja fue apedreado por un demonio con pésima puntería; a solicitud de una posesa, el beato Eugendio escribió una carta al espíritu que la dominaba, y el espíritu, que era analfabeto, huyó al enterarse. Mi historia favorita cuenta cómo el pío eremita Caluppa fue arrinconado por dos dragones en una caverna de la zona de Auvergne. El santo hizo la señal de la cruz y los ahuyentó. Uno de los dragones, furioso, se ventoseó en la entrada de la cueva antes de arrastrarse pesadamente y perderse de vista. Pero esta es una historia edificante, que demuestra el poder de la cruz y no debía dar risa a los oyentes.

Hay sin embargo un ejemplo que me consuela: un santo que en medio de tormentos horribles supo hacer un chiste. En La leyenda dorada de Santiago de la Vorágine, San Lorenzo le dice al verdugo que lo tortura asándolo sobre una parrilla: «Oye, pobre hombre, de este lado ya estoy asado, di a tus esbirros que me den la vuelta; acércate a mí, corta un trozo de mi carne y cómelo, que ya estoy a punto

Yo le ruego a Dios, en primer lugar, que por favor no me depare sufrimientos tan espectaculares. Y en segundo lugar le pido, que cuando me enfrente a los que la vida me tiene destinados, pueda encararlos con un chiste. Aunque sea un chiste malo.

*Verónica Murguía, «Dios y la risa», La Jornada Semanal, 23 de noviembre de 2003.