Compilado por Fabián Sorrentino – martes, 14 de agosto de 2012, 12:54

El sentido originario de ‘crisis’ (kri/sij) es ‘juicio’ (en tanto que decisión final sobre un proceso), ‘elección’, y, en general, terminación de un acontecer en un sentido o en otro. Dicho sentido se halla todavía en expresiones tales como ‘la enfermedad hace crisis’, ‘el gobierno ha entrado en crisis’, etc. La crisis «resuelve», pues, una situación, pero al mismo tiempo designa el ingreso en una situación nueva que plantea sus propios problemas. En el significado más habitual de ‘crisis’ es dicha nueva situación y sus problemas lo que se acentúa. Por este motivo suele entenderse por ‘crisis’ una fase peligrosa de la cual puede resultar algo beneficioso o algo pernicioso para la entidad que la experimenta. En general, no puede, pues, valorarse a priori una crisis positiva ni negativamente, ya que ofrece por igual posibilidades de bien y de mal. Pero ciertas valoraciones anticipadas son posibles tan pronto como se especifica el tipo general de la crisis. Por ejemplo, se supone que una crisis de crecimiento (de un organismo, de una sociedad, de una institución) es beneficiosa, en tanto que una crisis de senectud es perniciosa. Una característica común a toda crisis es su carácter súbito y, por lo usual, acelerado. La crisis no ofrece nunca un aspecto «gradual» y «normal»; además, parece ser siempre lo contrario de toda permanencia y estabilidad.

Entre las múltiples manifestaciones de la crisis nos interesan aquí dos, por lo demás íntimamente relacionadas entre sí: la crisis humana (individual) y la crisis histórica (colectiva). Ambas designan una situación en la cual la realidad humana emerge de una etapa «normal» —o pretendidamente «normal»— para ingresar en una fase acelerada de su existencia, fase llena de peligros, pero también de posibilidades de renovación. En virtud de tal crisis se abre una especie de «abismo» entre un pasado —que ya no se considera vigente e influyente— y un futuro — que todavía no está constituido. Por lo común, la crisis humana individual y la crisis histórica son crisis de creencias (véase CREENCIA) y, por lo tanto, el ingreso en la fase crítica equivale a la penetración en un ámbito en el cual reinan, según los casos, la desorientación, la desconfianza o la desesperación. Ahora bien, puesto que es característico de la vida humana el aspirar a vivir orientada y confiada, es usual que tan pronto como esta vida entra en crisis busque una solución para salir de la misma. Esta solución puede ser de muy diversos tipos; en ocasiones es provisional —como cuando la vida se entrega a los extremos opuestos del fanatismo o de la ironía desesperada—; otras veces es definitiva — como cuando la vida logra realmente sustituir las creencias perdidas por otras. Podemos decir, pues, que la crisis y el intento de resolverla son simultáneos. Sin embargo, dentro de estos caracteres comunes hay múltiples diferencias en las crisis. Algunas son, por así decirlo, más «normales» que otras: son las crisis típicas para las cuales hay soluciones «prefabricadas». Otras son de carácter único, y exigen para salir de ellas un verdadero esfuerzo de invención y creación. Algunas son efímeras; otras son, en cambio, más «permanentes». Unas son parciales; otras son —por lo menos relativamente— totales. Una cuidadosa descripción de las notas específicas de cada crisis debe preceder, pues, a todo análisis de ella y en particular a toda explicación de orden causal.

Se ha dicho a veces que el hombre es un ser constitutivamente crítico. Esto es cierto si se quiere dar a entender con ello que el hombre vive —personal o históricamente— en un estado último de inseguridad, es decir, que el hombre es siempre un problema para sí mismo. Pero sería excesivo suponer que las crisis que aparecen en la existencia humana no son más que acentuaciones de su permanente vivir crítico. En efecto, en tal caso prescindiríamos de lo que es indispensable para la comprensión de las citadas crisis: las circunstancias que las desencadenan y que otorgan a cada una su sabor específico. Conviene, por consiguiente, dar a la crisis humana en cuanto tal un nompre cuidadosamente entre tal crisis y las crisis. Sin la primera no existirían las segundas, pero éstas no son simplemente el desarrollo de aquélla.

En lo que toca a las crisis históricas, destacaremos dos puntos: uno, el de la conciencia de tales crisis; otro, el de ciertos rasgos generales de ellas. La conciencia de una crisis histórica no es igual en todos los hombres que la experimentan. Nos interesa aquí advertir que con gran frecuencia tal conciencia se ha expresado con máxima intensidad en los filósofos. De ahí el aspecto «solitario» que ha ofrecido muchas veces el filósofo dentro de la historia humana. Ello se debe a que el filósofo ha sido el primero que ha expresado la desorientación de la época, pero a la vez el primero que ha ensayado soluciones intelectuales para salir de la misma. Por eso algunas veces se ha definido la filosofía como la hiperconciencia de las crisis históricas. Hay que advertir al respecto, sin embargo, que esto no explica por entero ninguna filosofía —y menos aun el contenido «técnico» de ella—, sino únicamente el sentido histórico de ciertas filosofías. Así, la filosofía de Platón posee, además de su contenido doctrinal específicamente filosófico, un sentido histórico que consiste en hallar una solución para un cierto estado de desorientación crítica sufrido por la sociedad de su tiempo.

Los rasgos generales de las crisis históricas —cuando menos de las de Occidente— son, a nuestro entender, los siguientes, especialmente cuando consideramos tales crisis desde el nivel filosófico: hiperconciencia; aumento de posibilidades (por lo tanto, no forzosamente decadencia); perplejidad; desarraigo; desvanecimiento de ciertas creencias firmes, usualmente inadvertidas; inadecuación entre lo vivido y lo vagamente anhelado; inadecuación entre la teoría y la concepción del mundo; proliferación de «salvaciones parciales» (y por ello de sectas, grupos, etc.); antropologismo y a veces antropocentrismo (preocupación primaria por el ser y destino del hombre); exageración —por reacción— de tendencias anteriores («retornos a lo antiguo»); tendencia a la confusión y a la identificación de lo diverso; penetración recíproca de toda clase de influencias; particular inclinación a ciertos saberes que inmediatamente se popularizan —psicología, sociología, pedagogía o sus equivalentes—; ironía; caricatura deformadora; intervención frecuente de las masas, muchas veces a través de un cesarismo; aparición de creencias todavía no bien formadas que se disputan el predominio en forma de ideologías; estoicismo en grupos selectos; trascendencias provisionales; deshumanización unida a la sensiblería; irracionalismo (exaltación de lo irracional, distinta de su reconocimiento ontológico); descubrimiento de verdades inmediatamente exageradas y que sólo la época estable reducirá a justas proporciones; a la vez, descubrimiento de nociones en germen que sólo dicha época explorará en todas sus posibilidades; aparición de grupos aparentemente irreductibles, pero separados por diferencias muy leves; predominio del hombre de acción; retiro del intelectual a una soledad no sólo espiritual, mas también social; «traición de los intelectuales»; utilitarismo y pragmatismo; aparición del dinamismo sin doctrina; conflicto entre la moral individualista y las ideologías en pugna; «realismo romántico» y «pesimismo realista»; historicismo o sus equivalentes; profusión de consolaciones y guías de descamados; aparición de un sistema metafísico que es habitualmente una «recapitulación» (Plotino, Santo Tomás, Hegel) y luego una filosofía.