Enfoque filosófico según el cual la reducción es necesaria y suficiente para resolver diversos problemas de conocimiento.

Puesto que la reducción, una operación epistémica, se puede practicar sobre diferentes objetos, la estrategia reduccionista constituye, en realidad, un conjunto de tesis ontológicas, gnoseológicas y metodológicas acerca de la relación entre diferentes ideas o campos científicos. Lo que esas tesis tienen en común es la idea de que las propiedades (reducción ontológica), conceptos, explicaciones o métodos (reducción gnoseológica) de un campo de investigación pueden ser reducidos (según el caso: analizados en términos de, identificados con, explicados por o sustituidos por) las propiedades, conceptos, explicaciones o métodos de otro campo de investigación que, por lo general, se refiere a un nivel de investigación inferior. Por ejemplo, se ha intentado en diversas ocasiones reducir la biología a la química o la física. En este caso, el reduccionista afirma que la biología «no es más que» o «es en última instancia» química o física, con lo que niega que la biología se refiera a propiedades que están más allá del alcance de la química o la física o incluya conceptos, explicaciones o métodos propios, que no pertenecen al ámbito de la química o física. Los correspondientes supuestos reduccionistas ontológicos serían que los organismos no son más que agregados de sustancias químicas y que las sustancias químicas no son más que átomos físicos.

Con lo dicho, queda claro que el problema del reduccionismo o, mejor dicho, el problema de la reducción, es pertinente respecto de otros problemas básicos de la filosofía y, en particular, de la filosofía de la ciencia, entre ellos los de la estructura de las teorías científicas, las relaciones interdisciplinarias, la naturaleza de la explicación, la unidad del método científico y de la ciencia en general, así como con respecto a problemas metafísicos tales como el de la emergencia.

Es importante notar que si bien el reduccionismo siempre está basado en la reducción, el uso de la reducción no supone necesariamente el reduccionismo.

Como cualquier otra herramienta, la reducción puede ser utilizada de manera moderada o extrema. Es este último caso el que constituye la columna vertebral del reduccionismo radical. Es por ello que la ciencia no tiene por qué responder necesariamente a la filosofía reduccionista, a pesar de su uso intensivo de la reducción y de los enormes éxitos que la estrategia reductiva ha reportado en términos de conocimiento científico.

Así pues, se puede sostener que los procesos mentales son reducibles a procesos cerebrales (hipótesis de la identidad mente-cerebro), lo que constituye una reducción ontológica, y a la vez rechazar la reducción (total) de la psicología a la neurofisiología. Aun en sus casos más exitosos, lo más habitual es que las reducciones solo sean parciales, no totales.

Introducción al Reduccionismo: Un desarrollo de Juan José Ipar
Se entiende comúnmente por reduccionismo el hecho de explicar los problemas que surgen en una determinada disciplina científica en función de conceptos y esquemas extraídos de otra u otras ciencias. Así, Freud incurriría en esta suerte de vicio epistemológico cuando se propone en su célebre Entwurf obtener una completa explicación de los variados fenómenos psicológicos apelando a un esquema de inspiración física, acorde con el cual todos ellos pueden ser reducidos a cargas circulando por un aparato. Claro que Freud, quizá presintiendo una excesiva simplificación, nunca publicó su ensayo y éste fue conocido (y sobrestimado) póstumamente merced al celo y al snobismo de algunos de sus seguidores inmediatos, que creyeron ver en él la clave de su pensamiento todo.

Empero, si hubiese que elegir a un campeón del reduccionismo, no vacilaría en confiar mi voto al gran Isaac Newton, que redujo todo el acontecer cósmico -que no parece poca cosa- a movimientos locales de átomos, bien que sometidos éstos a cierta fuerza misteriosa, aunque comprobable, a la que llamó gravedad o atracción. Aquí, reconozcamos, la reducción no implica apelar a conceptos de otra ciencia sino, más bien, en escoger unas pocas ideas e intentar explicar con ellas la realidad toda o un vasto sector de ella,estirando cual modernos Procustos la capacidad explicativa que dichos conceptos puedan contener. De algún modo, se cumpliría cierta aspiración tradicional no sólo de la ciencia sino también de la filosofía, a saber, poder deducir el conjunto del conocimiento a partir de un único principio o, al menos, de un corto número de ellos. Este principio o desideratum económico opera a múltiples niveles: se suele decir, por ejemplo, que entia non sunt multiplicanda sine neccesitate (G. de Occam) o que entre dos teorías con igual extensión explicativa, ha de optarse por la más sencilla, esto es, la que se deje derivar del menor número de supuestos o principios.

El reduccionismo en el primer sentido refleja, pues, una tendencia a asimilar un problema a un esquema conceptual ya conocido y del que se espera que haga inteligible la estructura básica del problema presente. Se dice con frecuencia que un científico se ha inspiradoen el esquema o concepto que ha importado desde otros ámbitos en los que ha mostrado eficacia. Actualmente, podemos ver que asistimos a una psicologización del discurso económico, a una sociologización del discurso filosófico, etcétera, en los que el reduccionismo en este primer sentido no parece inmutar a nadie. El anything goes de Feyerabend encuentra en esto su mejor aplicación: cualquier método puede eventualmente convenir a cualquier saber, promoviéndose una hibridación epistemológica muy al gusto del kitschpostmoderno.

Lo opuesto a reduccionismo sería, entonces, que cada saber o disciplina produzca toda la batería conceptual que crea necesaria para intentar dar cuenta de sus problemas específicos. Así, en el campo psicoanalítico debería atribuirse mayor importancia a conceptos como narcisismo o transferencia, creaciones originalmente psicoanalíticas que a carga (Besetzung) o pulsión (Trieb), tomadas de otros campos. Esta preocupación por desarrollar conceptos originales prescindiendo de dudosos préstamos de otros saberes se percibe claramente en Lacan, que dejó perplejos a los analistas de la vieja guardia cuando en sus rocallosos textos introducía continuamente nuevas expresiones y conceptos (objeto a, deseo del analista, Otro, etcétera) a la par que, sin desdeñar préstamos de otras disciplinas, reelaboraba el estructuralismo de Lévy-Strauss y la lingüística de F. de Saussure y reformulaba –ita dixit– el freudismo en estos nuevos términos. Lacan tuvo el acierto de fraguar un léxico psicoanalítico nuevo, aunque pareciera que lo hizo con el especial cuidado de tornarlo ininteligible a todos aquellos que no dedicasen un considerable esfuerzo a empaparse de él para, a su vez, poder utilizarlo. La mayoría ha optado por imitar su intrincado estilo como mejor puede, esto es, exagerándolo hasta la crispación.

En las páginas que siguen nos ocuparemos de una cantidad de temas que atañen a la cuestión del reduccionismo y haremos hincapié en ciertos elementos que hacen a la teoría y a la práctica misma del psicoanálisis. Comenzaremos con la distinción entre reducción y resolución, oponiendo ciertas terapias, que pretenden «reducir» los síntomas, al psicoanálisis, que intenta su resolución o desaparición. Luego retomamos la distinción entre reduccionismo ontológico, metodológico y semántico; este último es el que más nos interesa debido a la importancia que tienen las traducciones y la introducción de nuevos términos en las jergas particulares de cada rama del saber, especialmente, claro, en el psicoanálisis a partir de la obra de Lacan. De la reducción aplicada a los objetos pasamos enseguida a la reducción operada sobre el sujeto y decimos algo sobre la «mente pura y atenta» cartesiana, sobre el sujeto trascendental en Kant y Husserl y sobre el sujeto reducido en psicoanálisis. Los dos últimos puntos están dedicados a exponer algunas dificultades de la reducción newtoniana del devenir cósmico a movimientos locales de átomos: la necesidad de recurrir a Dios como sujeto puro y absoluto que fundamente la objetividad de la ciencia y, en el último, otras dificultades del reduccionismo en el campo de la biología y la psiquiatría.

Reducción y Resolución
Lo más propio de este asunto del reduccionismo es, valga la redundancia, la reducción misma. Reducir un problema o una cuestión -en nuestro caso problemas o cuestiones científicas- significa primariamente achicarlo, empequeñecerlo. Con ello queremos decir que lo que se reduce, en principio, es su tamaño y, de allí, su importancia o bien la preocupación o molestias que nos ocasiona. Decimos, en cambio, que un problema ha quedado resuelto cuando literalmente ha desaparecido, cosa congruente con la etimología de la palabra (re)solución (del latín *se-luo>solvo, emparentado con el griego luw, desatar, disolver). Así pues, hay problemas que pueden desaparecer, es decir, ser resueltos, y problemas que solamente pueden ser reducidos, empequeñecidos sin que su resolución pueda ser siquiera entrevista. Una primera hipótesis que aquí podríamos ensayar es suponer que la reducción erra en cuanto al método, por recurrir a símiles y esquemas ajenos al saber de que se trata efectivamente.

Demos un ejemplo: el conductismo a lo Watson y sus derivaciones psicoterapéuticas actuales. Como «el alma no cabe en un tubo de ensayos» -tesis con la que concuerdo, bien que por motivos por completo diversos a los de Watson- el conductista pretende explicar toda la gran variedad de fenómenos psíquicos estudiando exclusivamente sus manifestaciones exteriores y empíricas, la conducta. Reduce su interés a los estrechos límites de la conducta visible para luego intentar relacionarla punto por punto -segundo craso error- con la fisiología médica. Ambos procedimientos garantizaban, según Watson, la cientificidad del saber psicológico. Sobre esta estrechísima y desencaminada base teórica se fundan una miríada de técnicas terapéuticas que, paralelamente, intentan reducir fobias y síntomas neuróticos y, peor aún, adicciones y situaciones más graves todavía. Recurrir a una especie de ortopedia terapéutica (desensibilización, desprogramación, etcétera) para reducir una fobia es someter al paciente a una tediosa a inoperante sucesión de experiencias que sólo sugestión (y extorsión) mediante puede ser enfrentadas por él. El terapeuta gana por cansancio (y, en la mayoría de los casos, con la complicidad no expresa) del paciente. La fobia, reducida, queda agazapada a la espera de su oportunidad para retornar disfrazada, a menos que el paciente haya quedado convertido en un apóstol de la antifobia, tal como ocurre con los alcohólicos u obesos que logran finalmente desprenderse de sus adicciones por medio de este tipo de recursos. No hace falta ser una lumbrera para darse cuenta de que todas estas terapias descansan en un exagerado y dudoso voluntarismo, del que ya Freud en sus inicios nos enseñaba a desconfiar. Hay, sin embargo, que admitir que estas teorías reduccionistas y las terapias que de ellas se derivan gozan del favor general del público, de los mass media y, peor aún, de médicos y científicos en particular. Quizá ello se deba a su simplicidad, que no crea problemas al buen sentido -no es necesario desarrollar arte interpretativo alguno ni esa capacidad de sospecha típica del psicoanálisis- o de la inextirpable creencia de que sólo un hombre fuerte -el tenaz terapeuta- puede lograr la curación de creaturas de tan floja voluntad. La terapia, entonces, combina una especie de constante insuflación de coraje y voluntad con dosis considerable de sugestión y compulsión extorsiva y por ello es que se le pregunta continuamente al paciente si realmente quiere o no quiere curarse. No hay conflicto alguno que resolver sino una gordura o una fobia recalcitrantes que derrotar, lo cual es, diríamos, una verdadera lástima, puesto que los conflictos pueden ser resueltos, esto es, pueden desaparecer, aún cuando hay que reconocer que su resolución puede resultar extraordinariamente dolorosa y desgarradora para el sujeto que tenga que enfrentarla. Pero, por lo menos, hay una esperanza, cosa que no existe en los casos en que las personas optan por aspirar vanamente a reducir sus síntomas «desaprendiendo conflictos» o «desensibilizándose» a ellos.

Lo que es capaz de desaparición o disolución (Lösung es la voz alemana ampliamente utilizada por Freud) son las imágenes y, de modo general, los productos imaginarios, entre ellos los síntomas neuróticos. Las adicciones -o la calvicie- no deben ser ligeramente incluídas en este rubro. La Lösung se verifica con la enunciación del texto que sustenta dichos productos imaginarios, como los encantamientos de los cuentos infantiles. Tal es el cuasi mágico poder de las palabras cuando desocultan una significación (Bedeutung) inconsciente.

Reduccionismo ontológico, metodológico y semántico
La actitud reduccionista puede operar a tres diferentes niveles: el ontológico, a nivel del ser, reduciendo, por ejemplo, todo lo real a átomos y gravedad como ya mencionamos que hacía Newton cuando funda el paradigma científico que, con correcciones y adiciones diversas, está vigente hasta nuestros días; el metodológico, que reduce toda investigación a un único método de aplicación universal; y, el más interesante aquí para nosotros, el semántico, que afirma que el lenguaje de una disciplina puede ser traducido al lenguaje de otra disciplina.

El reduccionismo semántico plantea un importante problema, el de las traducciones, afirmando la posibilidad de trasladar lo dicho en un lenguaje a otro sin pérdida ni deformación. Estas posturas se dan, en general, en medios que sostienen un reduccionismo ontológico y metodológico. Entre los conductistas, la idea de que los fenómenos psíquicos pueden ser reducidos a fenómenos biológicos o, si se quiere, fisiológicos va acompañado del abandono de métodos puramente psicológicos en favor de la experimentación de laboratorio al estilo de los fisiólogos. Freud, más cautamente, adhiere al reduccionismo ontológico de la ciencia newtoniana, pero desarrolla brillantemente un método puramente psicológico a la vez investigativo y terapéutico. Es bien conocida la obsesión freudiana de mostrar la cientificidad del método psicoanalítico y su temor de ser acusado de psicologismo, curiosamente visto como un reduccionismo inadmisible. En verdad, si se es psicólogo, es un verdadero mérito ser psicologista -no sería, en este caso, un reduccionismo- y, antes bien, son los conductistas los que deben justificar su reduccionismo biologicista, que desnaturaliza su psicología.

La idea de que todo lo real puede ser entendido como átomos y gravedad es un planteo reduccionista interesante y productivo en el ámbito de la ciencia física. Ello no puede ser objetado seriamente y basta ver el magnífico desarrollo científico europeo a partir del siglo XVI y XVII. Pero su «exportación» a la biología plantea muchos problemas y su extensión a la psicología otros adicionales, pues la variedad de problemas que deben ser enfrentados es excesiva para una teoría simplista como la newtoniana. Para comenzar, es difícil entender qué es la realidad en la esfera de lo psicológico, puesto que ya abandonamos la idea de una realidad única a la que se accede objetivamente por medio de la percepción para entenderla como realidad-para-un-sujeto, variable con cada sujeto que se aproxima a ella desde sus afectos, deseos y expectativas, en conexión con su historia previa, etcétera. La psicología ha necesitado crear su propio léxico, completamente intraducible (reductible) a términos físicos o biológicos. Ello no quiere decir que no sea provechosa una correlación entre un enfoque biologicista de lo psicológico y uno puramente psicológico, pero lo mismo podría decirse de la sociología o la antropología, que hacen aportes fundamentales para la inteligencia de la especialísima subjetividad humana. De cualquier modo, el cuerpo central del saber psicológico ha de ser por fuerza obtenido por métodos puramente psicológicos. Esta ya demasiado larga discusión entre biologicistas y psicologistas, que ya ha gastado inútiles ríos de tinta, seguramente seguirá impertérrita su curso debido a una dificultad fundamental que se halla a la base de la biología y de la psicología. Ya Freud planteaba que no existía la menor duda de que el cerebro (o el sistema nervioso) es el órgano de la vida anímica, pero que era muy arduo mostrar cómo lo material y lo anímico se correlacionan entre sí. Este problema ya lo había enfrentado Descartes: hay, para él, dos órdenes del ser, la res cogitans (las almas, el mundo espiritual) y la res extensa (las cosas materiales) y el problema gnoseológico fundamental es explicar cómo el alma es capaz de hacerse representaciones del mundo material. Digamos, de paso, que Descartes postula una localización del alma en la glándula pineal o epífisis (que lo inmaterial tenga una localización espacial ya es una no pequeña dificultad), que posee una membrana que vibra al influjo de ciertas partículas sutiles a las que Descartes denomina espíritus animales (otro híbrido) que circulan por los nervios y las vesículas cerebrales y que son agitados por las impresiones sensoriales. Con esta trabajosa explicación Descartes trata de salvar esta brecha entre lo material y lo anímico, cuya relación, sin embargo, consideramos obvia. Pero esta insistencia de tantos científicos en reducir lo anímico a disturbios de la fisiología del sistema nervioso, desestimando los métodos puramente psicológicos, ha desbordado los límites de la razonabilidad. Muchos psicoanalistas, por su parte, se autoexcluyen del campo de la psicología y piensan al psicoanálisis como un saber inclasificable e imposible de relacionar con otros campos del conocimiento. Freud y Ferenczi pensaban, por el contrario, al psicoanálisis como el verdadero nervio y coronamiento de la psicología.

Volviendo al reduccionismo semántico, se nos plantean varios problemas: el primero, ya mencionado, de la imposibilidad de traducir de una lengua a otra sin deformar o traicionar el texto original. Esta dificultad ha sido ya tan ampliamente tratada por aquéllos que se dedican al arte de traducir y por todos los que intentan enfrentar un texto consagrado al través de una traducción, que no vale la pena extenderse demasiado al respecto. Solamente haremos mención a la necesidad tantas veces expresada por Lacan de acceder directamente al texto alemán de las obras de Freud para soslayar las inevitables falencias de las traducciones. Las traducciones al francés eran malas en aquellos años, amén de incompletas, y la traducción inglesa de Strachey, aunque excelente, no dejaba tampoco de resultar harto insuficiente para una lectura cuidadosa del corpus freudiano por el hecho de que la lengua alemana -como cualquier otra lengua- presenta ciertas peculiaridades y sutilezas que no encuentran equivalente inmediato en otras lenguas, debiéndose recurrir a extensas perífrasis explicativas para comprender exactamente de qué se habla en el texto. Dichas perífrasis bien pueden ser derivadas a notas al pie de página, pero no pueden dejar de hacer referencia a la propia lengua alemana, haciendo que el lector deba devenir mínimamente versado en ella.

Pero existe aún otro problema acerca del reduccionismo semántico más interesante y actual dentro del campo psicoanalítico y que se asemeja mucho a lo ocurrido en el campo filosófico desde la Antigüedad: el de poder entender las ideas de un autor sin emplear sus propios términos. Cada autor importante ha hecho un aporte semántico al lenguaje de su disciplina. En algunos casos, se trata de unos pocos términos, en otros, se trata de un léxico más o menos complejo y, en ocasiones, se agrega a esto un estilo escriturario peculiar que marca y determina la obra de sus seguidores. En filosofía, es la obra de Platón la que fijó el vocabulario fundamental de todo cuanto vino después. Hay que confesar que ello se debe, casi con seguridad, al hecho de que, por azares de la Historia, hemos perdido las obras de sus antecesores inmediatos (Anaxágoras, Demócrito, etcétera) de quienes, sin embargo, conservamos fragmentos y los títulos de numerosas obras suyas en las que, sin duda alguna, abrevó Platón ampliamente. Algunos filósofos posteriores (Aristóteles, Kant, Nietzsche, Heidegger, Sartre y otros son buenos ejemplos) han impuesto sus propios léxicos y estilos, los cuales fueron incorporados por la república toda de los filósofos, habituada a manejarse con soltura con ellos cada vez que es necesario frecuentar los textos de dichos autores.

Dentro de la historia del psicoanálisis, Freud ocupa ese lugar primero que adjudicamos a Platón en el campo filosófico. El ha establecido el léxico básico de la literatura psicoanalítica posterior y sus seguidores se limitaron a añadir algún que otro término que los identifica (la «interpretación mutativa» es de Strachey, los «pacientes de difícil acceso» son de Betty Joseph, etc). Solamente en dos casos hubo un corrimiento significativo de los lineamientos básicos desarrollados por Freud: el de M. Klein y el de J. Lacan y sus respectivos seguidores. Ambos fundaron movimientos disidentes exitosos dentro del campo analítico -hubo muchos otros que no tuvieron igual fortuna- y produjeron fuertes cambios dentro de la propia teoría y técnica psicoanalíticas.

Lacan -que vino después de Klein- fue más allá que su encumbrada antecesora. No sólo fundó una escuela nueva dentro del campo analítico sino que se hizo echar de la IPA, a la que desafió hasta la exasperación para luego descalificarla tan rotundamente que hasta se atrevió a negar a sus integrantes el status de analistas. Esta cacareada apostasía le volvió inmensamente popular y verdaderas multitudes concurrían a sus intrincados y crípticos seminarios hasta su muerte, acaecida en 1980. Todo esto es bastante conocido y no requiere que abundemos en ello. Hay un frase de Lacan que nos interesa y que dice más o menos así: hay que utilizar mis significantes para comprender lo que digo. Es, en principio, una declaración antireduccionista: se nos advierte que es necesario empaparse de sus innovaciones lexicológicas -que son muchísimas- para poder penetrar en sus complejos y barrocos textos. El se ha tomado el inmenso trabajo de visitar cada rincón del corpus freudiano y lo ha reconstruído, reinterpretado o directamente reformulado, siempre introduciendo tantas novedades lexicales y estilísticas que se vuelve aventurado intentar hacer correlaciones entre lo dicho por Freud y lo agregado por él. E. Roudinesco señala que «Lacan nunca supo teorizar [correctamente] el estatuto de la lectura que efectuó del pensamiento freudiano. Hemos mostrado en muchas ocasiones cómo atribuía a Freud sus propias innovaciones». (Lacan, p 636). Todo ello ha llevado insensiblemente a sus seguidores a descuidar y aún abandonar el estudio de la obra de Freud. Quizá exagerando un tanto, Freud se transforma, en ciertos círculos lacanianos, en un autor interesante mencionado por Lacan, proveedor éste de las claves imprescindibles de cuanto haga a la teoría psicoanalítica. Abandonar los significantes freudianos y reemplazarlos por los lacanianos, irreductibles éstos, es la gran maniobra teórico-comercial del lacanismo.

Pero heos aquí con algunas novedades que amenazan la irreductibilidad del lacanismo: nos referimos a la reciente aparición de varios diccionarios psicoanalíticos especializados en la jerga lacaniana -el estilo lacaniano es, suponemos, inclasificable debido a suobscuritas– y una biografía del propio Lacan debida a la fértil pluma de Mme. E. Roudinesco, autora también de uno de dichos diccionarios psicoanalíticos, que incluye por primera vez, según creo, nombres propios. Si hay algo que un diccionario hace, ello es reducir a una especie de lenguaje más o menos neutro cuanta palabra aparezca en el corpus de una lengua cualquiera, en este caso una jerga técnica. Los diccionarios, pues, reducen y, mejor, reducen semánticamente. El diccionario, como hecho, implica la posibilidad misma de una reducción completa -o, al menos suficiente- de cualquier palabra (o significante, como se prefiera), del mismo modo que las traducciones, en tanto que hechos, implican la posibilidad de la reducción semántica de una lengua a otra. Los diccionarios lacanianos deben ser, entonces, obras traidoras y necesarísimas para una lectura no lacaniana de la obra de Lacan y sus seguidores. Vendrían a ser de utilidad a todos aquellos que, por pereza, incapacidad o disgusto, se nieguen a copiar el estilo abstruso del Maestro y asimilar sus novedades lexicales y sus neologismos.

Estos diccionarios reducirían a Lacan a ser un autor psicoanalítico más, aunque ello implicara elevarlo al excelso lugar de seguidor más brillante de Freud, cosa que reservaría para este último el rango de patriarca inigualable del psicoanálisis. Sostener la irreductibilidad de Lacan implicaría una sustitución de un inigualable supuesto por un inigualable absoluto. ¿Era Freud, acaso, un inigualable? Nunca jamás, según él mismo, quien, además, imaginaba un futuro progreso del conocimiento psicoanalítico a cargo de una comunidad de analistas, conforme al modelo de cualquier otra ciencia que progresa por medio de la aposición o acumulación de los aportes de innúmeros y muchas veces anónimos cultores. Pero está claro que se homenajea a Freud como se reverencia al Padre Platón, como fundadores de una especie de estirpe intelectual de la que todos los que vinimos luego nos sentimos herederos y deudores. Y, por supuesto, no faltan aquéllos que, resintiendo esa posición de heredero-hijo y añorando constituirse en fundadores de un linaje propio, ven en la tradición en la que se criaron un obstáculo que les es urgente remover para poder expandirse y constituirse en jefes de raza, como suele decirse de los mejores padrillos pur sang. La inmensa mayoría de estos disconformes carece del genio imprescindible para ejecutar semejante operación defenestratoria -una suerte de parricidio- y son merecidamente olvidados por la posteridad. Otros (pienso en Kafka, Rilke y Nietzsche) lo lograron a costa de sobrellevar vidas personales muy penosas. Respecto a Lacan, hay que reconocer que intenta ejecutar tan difícil maniobra con un artilugio que recuerda a Jesucristo, cuyas tácticas de poder fueron expuestas y analizadas inteligentemente por Jay Haley en su libro homónimo. Diciendo que venía a consumar la ley mosaica, todo cuanto efectivamente hacía apuntaba a tergiversarla y anularla. San Pablo dirá más tarde que el cristianismo supone una Nueva Alianza que invalida la anterior y que la circuncisión y las Leyes de Moisés son ahora un impedimento para ser cristiano, cosa que le valió una violenta expulsión del Templo durante una de sus visitas a Jerusalén. Del mismo modo, Lacan se declara freudiano, inicia y promueve una vuelta a Freud, todo para terminar presentándose como un nuevo y verdadero salvador del psicoanálisis de las garras de los fariseos kleinianos y psicólogos del yo. El psicoanálisis se convierte así en una causa a la que es urgente custodiar y preservar de estas amenazantes vulgarizaciones. Ya podemos imaginar quién ha de cumplir finalmente con el rol de Pablo.

Pero, ¿es posible esa lengua más o menos neutra y apta para entender el lacanismo o lo que fuere? Si uno es un fundamentalista, no, porque toda lengua tiene zonas oscuras, polisemias y ambigüedades que generan malentendidos y problemas de interpretación a los traductores. Desde este punto de vista, las traducciones deberían ser abandonadas, etcétera, todo lo cual tornaría nuestras vidas demasiado complicadas. El problema es ese punto de vista extremista y combativo que los lacanianos comparten con los kleinianos y que los lleva a generalizar en forma indebida y machacona. Todo recuerdo es encubridor, toda comprensión es resistencial, todo dicho de un paciente alude al analista, cuanto se diga de otro es una proyección y así todo el tiempo hasta la náusea. Claro que tanta fogosidad sin descanso encanta al gran público, que siempre adhiere a tales simplificaciones, en las que todo es blanco sobre negro, sin medias tintas. No es necesario aclarar demasiado que si todo recuerdo es encubridor, la memoria misma como función pierde interés, si todo lo que va a decir un paciente es alusión al analista, su palabra queda devaluada, etcétera.

Así pues, lo razonable es afirmar que, si bien no podemos sostener livianamente que las reducciones semánticas no desnaturalizan aquello que reducen, hay que considerarlas un noble arte hermenéutico, muy al gusto de las personas que, como Sherlock Holmes o el divino Freud, tienen desarrollado el sentido del detalle y que, precisamente por ello, rechazan tesituras y actitudes hiperbólicas y sobreactuadas.

reduccionismo

La reducción del sujeto
La operación reductora no se ciñe exclusivamente al objeto sino que tanto la filosofía cuanto la ciencia postulan una necesaria reducción del sujeto en tanto éste pretende abandonar la actitud natural o cotidiana y aplicarse a la reflexión filosófica o la investigación científica. En otro lugar ya nos hemos ocupado con detalle de cómo Descartes plantea esta operación en tres tiempos y la bautizamos «operación claudam nunc oculos» en alusión al texto latino de las Meditaciones metafísicas en que se describe esta reducción del sujeto.

La reducción científica o filosófica del sujeto empírico siempre tiene el carácter de una purificación (catarsis). Lo que se elimina en la reducción subjetiva es al sujeto mismo, a su peculiaridad individual, de modo que lo que queda es una especie de «subjetividad objetiva» con pretensiones de universalidad, lo que vendrían a tener en común todos los sujetos particulares. A este residuo purificado Kant y Husserl lo denominan sujeto trascendental y es, para ellos, la fuente de la objetividad de la ciencia. Así pues, la reducción es una operación desubjetivizadora que hace emerger lo que el sujeto tiene de objetivo. Kant distinguía entre sujeto empírico y sujeto trascendental pero no aclaraba por qué medios a partir de uno se podía obtener el otro. Husserl, en cambio, retoma la línea trazada por Descartes y tematiza este tránsito de la subjetividad empírica a la pura y trascendental y la desdobla en una reducción fenomenológica (sobre los objetos) y otra propiamente trascendental (sobre el sujeto). En términos psicoanalíticos, el sujeto trascendental sería un sujeto desexualizado (puro) y casi desprovisto de deseo. Decimos «casi» porque persistiría un único deseo: el de conocer (epistemofilia). El sujeto trascendental vendría a ser, entonces, un sujeto esquizoide que considera sus objetos sin interactuar emocionalmente con ellos: los ve como son, sin que ellos le parezcan buenos o malos, esto es, sin juzgarlos moralmente. Ya Platón había dejado en claro que las cosas no son ni buenas ni malas en sí mismas y que lo que podemos enjuiciar moralmente es el uso que de ellas hacemos.

Freud también habla de un sujeto purificado cuando se refiere a la actitud que debe guardar el analista durante la sesión. Éste ha de estar en abstinencia (Abstinenz), «sin intención» (absichtlos) y mantenerse en atención flotante2. El enigmático deseo del analistaplanteado por Lacan, deseo de que haya análisis y no un subrogado desvirtuado (sea éste la psicoterapia o algo aún peor), va asimismo en la misma dirección. El analista, como el científico o el filósofo, abandona la actitud habitual mundana y adopta la actitud de un sujeto purificado o reducido.

Pero, más allá de las encendidas declaraciones de sus enunciadores, ¿es posible una semejante metamorfosis sublimatoria del sujeto? Que el tema es importante no hay la menor duda, puesto que ningún autor que intente explicar un conocimiento que trascienda la mera opinión escapa a la necesidad de plantearla. Esta reducción subjetiva pareciera ser, además, un derivado alejado de algo que aparece como un tema religioso tradicional: el sacerdote debe purificarse antes de entrar en conexión con los dioses3. Lo que subyace a esto es la oposición profano/sagrado y que lo que se percibe como trascendente o superior no puede ni debe ser abordado sin una adecuada preparación (Vorbereitung). La devoción religiosa, la actividad científica, el quehacer filosófico y la sesión analítica arrancan al sujeto de la cotidianidad y requieren una actitud seria y formal que contrasta con la actitud casual deliberada que tan esmeradamente cultivan, no sin una dosis de snobismo, los postmodernos.

La concepción maquinal del mundo y la omnipresencia de Dios
La reducción fundamental de la ciencia occidental emprendida por Newton, aunque muy modificada, sigue siendo efectiva en la ciencia actual. El fin perseguido, se dice una y otra vez, es obtener un conocimiento objetivo de la realidad que nos circunda o, si se quiere ser más cauto, de los hechos que se nos presentan ante nuestra percepción. Explicar el acontecer mundano reduciendo éste a movimientos locales de átomos era para los siglos XVIII y XIX el desideratum de la ciencia en su conjunto, por lo cual la Física era la ciencia a la cual debía poder ser reducida toda otra ciencia, la cual pasaría a ser un mero capítulo de aquélla. Esta reducción implica una completa expulsión del sujeto del campo de la ciencia, al menos de lo que llamamos sujeto empírico o sujeto psicológico. Un saber sin sujeto. ¿Un anacoluto o un sujeto tácito? Si la ciencia careciese, como decía Kant, de un referencia empírica, si la creencia en la realidad del mundo exterior es completamente desatendida, ¿qué valor tendría ocuparse tanto en conocer objetivamente un conjunto de meras alucinaciones compartidas? Descartes recurre a Dios a fin de dotar a su mente pura y atenta de un correlato exterior a sí misma y salvar el serio escollo del solipsismo4. ¿Cómo presentan los filósofos modernos a Dios sino como un sujeto puro que, además, oficia de causa primera de todas las causas, cosa que resuelve la aporía del comienzo del mundo? La regresión causal ad infinitum se evita con una causa prima causa sui a la vez, o por medio de un comienzo absoluto a partir de una «nada plena» como en el Big Bang, verdadero mito científico en la cosmología actual, de enorme difusión en los medios masivos de comunicación. En esta perspectiva, el conjunto del conocimiento científico, que, debido a nuestra pequeñez y finitud, vamos adquiriendo gradualmente con el paso del tiempo, no resulta ser más que el plan maestro con el que Dios ha creado illo tempore este universo.

Una de las preguntas que en este contexto suele hacerse es qué movió a Dios a crear el mundo, siendo un sujeto puro, esto es, expurgado de deseo. Ya los neoplatónicos (y San Agustín con ellos) acuñaron la fórmula de que el Bien tiende a expandirse y salir fuera de sí, de donde se concibe la Creación como un acto insondable de amor (¿amor a qué, si nada existía?). Otra es la obligada distinción entre eternidad y temporalidad, puesto que si Dios preexistió al mundo, cuánto tiempo pasó antes de que lo crease. Esta medición de la soledad divina trae más problemas, desde que la noción misma de eternidad es difícilmente inteligible. La recurrencia a Dios como sujeto puro de la ciencia es tan forzosa como forzada y la ciencia se ve precisada en los autores modernos de una suerte de teología subjetiva que la sustente. En el siglo XVIII proliferan los Tratados del Entendimiento humano y aún Husserl sigue atado a esta necesidad de explicar el funcionamiento cognoscitivo de la mente como trasfondo necesario del saber científico.

Así pues, la visión mecánico-causalista del mundo adolece de dos serias objeciones: una es la cuestión de la causación (toda causa tiene a su vez su propia causa y así ad infinitum) y la otra es el sentido del todo (si el mundo tuvo un comienzo, ¿qué lo hizo empezar?). Aristóteles resolvía ingeniosamente la cuestión de la causa primera pensando a Dios como Primer motor inmóvil y como causa final del acontecer mundano, dejando sin respuesta la cuestión del comienzo del universo. Pero este Dios indiferente cuya seducción atrae a sí el devenir universal no es congruente con la concepción cristiana de la divinidad (un Dios creador omnipotente y omnipresente). En consonancia con esta perspectiva cristiana, Newton abandona la idea de causa final y reduce las cuatro causas aristotélicas a una sola, la causa eficiente, y consagra esa idea ya presente en Descartes de un mundo maquinal y desvitalizado, creación de un sujeto infinito expurgado de deseo.

Auguste Comte es quien reduce más todavía y renuncia a la idea de causa: la ciencia ha de atenerse exclusivamente a los hechos tal como éstos se presentan en la percepción. La causalidad no es empírica y tanto da que sea un mero hábito mental a lo Hume o una categoría a lo Kant porque tampoco las funciones anímicas o mentales son empíricas. Decir que A es causa de B se vuelve una afirmación metafísica, esto es, excesiva, indebida y extracientífica. Unicamente la sucesión temporal de los hechos es empírica. Tampoco es científico responder a preguntas como qué es la gravedad, el magnetismo o la electricidad porque indagan sobre el ser de algo, lo cual es, nuevamente, un modo de cuestionar propio de la metafísica. Comte reclama una purificación del lenguaje que hasta entonces había venido utilizando la ciencia, impregnado de connotaciones metaempíricas. La reducción teórica debe ser necesariamente acompañada de una reducción lingüística que complete la definitiva separación entre las cuestiones estrictamente científicas de las metafísicas. La continua depuración del lenguaje de la ciencia es encomendada a la nueva disciplina filosófica -la epistemología- y queda como única tarea filosófica con sentido.

Maquinarias, organismos y personas
En su Crítica del Juicio, Kant advertía que una concepción exclusivamente mecánica era insuficiente en el campo de la incipiente ciencia biológica. Ésta se ocupa de los organismos vivientes y Kant entendía que un organismo es un tipo de ente cuya definición incluye su finalidad, reintroduciendo la causa final aristotélica expulsada de la ciencia física por Newton. Esta insuficiencia de la causalidad mecánica se agudiza en el campo de la psicología: la conducta humana resulta ininteligible si no captamos las intenciones y deseos de los sujetos que consideremos. Por otro lado, el hombre es visto por Kant como libre, aunque define la libertad en forma negativa: es la capacidad de un estado de comenzar sin una causa. Kant admite, pues, dos modos de entender al hombre: a) como ser natural (asimilable a una maquinaria para cuya comprensión es suficiente con la causalidad mecánica) y b) como sujeto moral libre y responsable, cuya voluntad debe determinarse racionalmente. La ciencia occidental tomó el primer camino y lo desarrolló brillantemente, logrando una vasta comprensión de la fisiología humana que se tradujo en un alargamiento muy considerable del promedio de vida, suprimiendo algunas enfermedades (por ejemplo, la viruela) y controlando o alcanzando éxitos importantes con otras. Esta visión del sujeto humano como una máquina ha llegado hasta tal punto que en nuestros días la formación médica tiende a descuidar casi completamente lo que debiera constituir su núcleo: la relación médico-paciente. Los pacientes mismos parecen haberse adecuado a esta deshumanización de la medicina y buscan contención emocional en forma disociada recurriendo simultáneamente a otros profesionales cuando no a charlatanes incluidos en el rubro «medicina alternativa».

Pero lo verdaderamente grave es que esta actitud disociada es la que campea también en círculos psiquiátricos, en los que ha triunfado completamente una ideología pseudo-organicista acorde con la cual todo desarreglo psíquico es efecto de un disturbio de trasmisores neuroquímicos. La industria provee una variedad de moléculas maravillosas que componen dichos disturbios, de modo tal que los psiquiatras pueden departir amablemente con sus pacientes sobre temas de actualidad, mientras todos aguardan que las moléculas salvíficas realicen el trabajo pesado aventando pánicos o corrigiendo depresiones. Esta concepción mecanicista ha demostrado, empero, no ser un disparate y ha logrado importantes avances también en el campo psiquiátrico. Aún Freud calculaba que llegaría el día en que los conflictos neuróticos y las psicosis se resolverían con fármacos. No somos tan optimistas como Freud y es necesario reclamar -nuevamente- una especificidad para las técnicas puramente psicológicas. Hay una brecha epistemológica entre un síntoma neurótico y los neurotrasmisores que no debe ser desestimada. A fines del siglo pasado, la famosa teoría de las localizaciones psíquicas infringía esta misma distancia que va de lo estrictamente psicológico a lo fisiológico e intentaba establecer una correlación uno a uno entre funciones psíquicas y zonas específicas del Sistema Nervioso Central. Un poco antes, la Frenología ubicaba alegremente la «zona del amor a la patria» y toda una variopinta geografía cerebral. Hay, sin embargo, ciertas correspondencias establecidas que alientan esta tentación simplificadora de maridar moléculas con funciones, síntomas o conflictos, pero dichas correspondencias no bastan para generalizar con legitimidad tal supuesta correlación, la cual se entrevé como sumamente difícil de comprender debido, entre otras causas, a la complejísima embriogénesis del sistema nervioso.

Pero los seres humanos somos, además de organismos dotados de una vida mental explicable mecánicamente, personas incluidas en una trama social traspasados por valores que nos exceden. Nuestra vida mental puede ser entendida solamente en una intrincada conjunción de mecanismos (lo maquinal en nosotros), finalidades (lo orgánico en nosotros) e interacciones intersubjetivas (lo propiamente personal en nosotros)5, aspecto éste que la moderna psiquiatría tiende a descuidar en aras de una florida y pretenciosa explicación biológico-mecanicista de la vida mental. Y lo que es irónico es que dicha reducción pretende simplificar las cosas y pautar una práctica eficaz y sencilla que evite las complejidades de la teorización psicoanalítica. Dicha expectativa de simplificación se frustrará irremediablemente y para ello basta observar la progresiva complejización de esa encarnación de esta psiquiatría actual que es el DSM-IV. Del tamaño de un folleto en sus comienzos, ya se ha convertido en un libraco para cuya comprensión y manejo es necesario hacer un curso que introduzca al candidato en sus múltiples vericuetos y repliegues.

Conclusión
En la certeza de haber logrado marear al lector, quien no sabrá con qué quedarse de todo lo leído, partiré las diferencias concluyendo que la reducción es al mismo tiempo una necesidad, una calamidad y un legítimo modo de abordar problemas científicos y que está en manos del usuario determinar -o justificar como mejor pueda- el uso y alcance que de ella haga. Deberá, pues, desarrollar un sentido de la oportunidad y de la medida que no puede adquirirse por medio mecánico alguno trasmisible por medio de una fórmula única infalible y aceptar que sólo el tiempo bien aprovechado le hará visible las limitaciones y extensión de los métodos reductivos. Como aconsejaba Platón, lo mejor ha de ser proveerse de muchas fórmulas -una suerte de refranero epistemológico- para poder guiarse en los espinosos senderos del saber.

Notas al pie:
1 Médico psiquiatra. Dirección: Bulnes 1853 2º G, Buenos Aires, Argentina.
2 En nuestra tesis sostenemos la idea de que la atención flotante consiste en atender a los nexos lógicos del discurso del paciente, prescindiendo de sus contenidos concretos, siguiendo el «hilo lógico» del que habla Freud en Psicoterapia de la Histeria.
3 El cristiano debe confesarse antes de la eucaristía.
4 Véase nuestro artículo El sujeto como fundamento de la ciencia y el recurso a Dios, en Ciencia y sujeto en la Modernidad, Ed. Salerno, Bs. As., 1997.
5 Real, imaginario y simbólico en la jerga lacaniana, si se prefiere.

Compilado por Fabián Sorrentino