Hay muchas definiciones del humor, pero no estoy seguro de que ninguna de ellas sea definitiva. Yo, modestamente, lancé la teoría de que era la manera de entenderse entre sí las personas civilizadas. Pero reconozco que no es una definición completa; únicamente lo es desde el punto de vista de que sólo personas inteligentes y con una educación desarrollada son capaces de captar el humor, mientras que los seres primarios, sin educación, o con una cultura limitadísima, son impermeables a él.

El humor lo tienen ciertas personas, sobre todo si han tenido el valor de enfrentarse con las cosas de la vida sin la sumisión a las ideas hechas, a los valores reconocidos y a los lugares comunes aceptados. El humor es ironía y a veces sátira, es creer a medias lo que otros creen por entero, es respetar con reservas lo que los otros veneran incondicionalmente.

El humor es también la manera de evitar roces y situaciones desagradables entre las personas. Gobiernos o jefes de Estado con sentido del humor hubieran probablemente evitado guerras que los torpes no supieron evitar.

El humor no puede ser forzado. El profesional del humor, el que pretende que todo lo que dice tiene gracia, suele ser insoportable.

De todo esto se desprende que el humor en la literatura ha sido la proyección de la manera de ser de un individuo con una educación y un espíritu dentro del canon que acabamos de describir.

Quevedo es un humorista muy a la española, o sea que el efecto cómico lo saca generalmente del hambre del prójimo. El reírse del hambre del prójimo es muy español, el que sirva para toda clase de juegos festivos es clásico en nuestra literatura, desde Quevedo hasta Taboada, y todos los escritores “bromistas” en España han tocado esa vena tan desagradable.

Cervantes, no; Cervantes es un humorista como los de hoy. La aventura de los batanes parece escrita ayer; el miedo de Sancho y los efectos que el miedo le produce, con su comentario final, es más humorístico que festivo, porque si es festivo lo que le ocurre a Sancho, es humorístico el comentario de Don Quijote.

El siglo XIX es un siglo patatero, y, por lo tanto, ultraburgués. Apenas si los románticos abren las alas hacia un vuelo, generalmente cursi; pero lo demás es ramplón. Siglo de grandes novelistas, éstos lo son en grado superior mucho mejores que los que les hemos seguido después.

Galdós es un ejemplo sensacional de lo hermosa que puede ser una novela cuando está bien construida y cuando el autor conoce el ambiente en que se mueve. Galdós no es un humorista; a los personajes de la clase cursi —las señoritas del “quiero y no puedo”, como las “Miau”— , que él trata en serio, los trata en broma Taboada; sin embargo, resultan mucho más cómicos descritos por Galdós, que, sin quererlo, sin proponérselo en absoluto, se convierte en un humorista al describirlos, mientras que Taboada no deja de ser un escritor festivo que se burla de la miseria ajena y que se burla del “quiero y no puedo” de las señoritas que se encierran en su casa durante el verano para que crean que se han ido a veranear a San Sebastián, del poeta que sólo se inspira cuando escribe sobre la artesa, de las criadas zafias, de los gallegos que suben agua, de aquel Madrid pueblerino finisecular.

El humor propiamente dicho, tal como lo entendemos hoy, afrontado valientemente, con la bandera desplegada, lo crean vigorosamente Julio Camba y Wenceslao Fernández Flórez entre los años diez y veinte.

Estos dos escritores, que tienen la fortuna de escribir en los diarios más leídos, plantan los jalones que diferencian la literatura de humor de la literatura jocosa, festiva y chascarrillera que campeaba en el momento. Y las gentes aprenden a reír de una manera más culta, y aunque sigan los chascarrillos zaragozanos en el dorso de las hojas de los calendarios, y los cuentos baturros, y los chistes de La Tribuna, y los de los periódicos festivos del momento, poco a poco la gente se va riendo menos con todo esto y va apreciando más esta otra manera elegante de reírse, porque se le ha presentado una cosa nueva, un aspecto inesperado y, sin embargo, lo ha reconocido instantáneamente, porque estaba latente en su imaginación.

Camba nos describe una Europa en guerra con una exactitud mayor a la de tanto historiador serio y formal. Ya no es el plantear las cosas de una manera grotesca, para reírnos de ellas; ya no es burlarse del hambre o de la necesidad, sino reírse de lo convencional, de los grandes fantasmones de la política o de la sociedad, buscarle el lado irónico a aquello que hasta ayer era tenido como lo esencial.

Este tipo de humor circulaba ya en Inglaterra y en Norteamérica y, sobre todo, en Hungría, y luego, muy poco, en Italia. Al principio no le dieron importancia; pero luego, al ver que los escritos de estos autores no pasaban, al ver que sus descripciones de gentes, clases, países y costumbres eran más exactas que las hechas en serio, que las hechas sin intención de hacer reír ni de satirizar, el género tomó la importancia que tiene hoy y, poco a poco, fue contagiando a una serie de gente bien nutrida y propensa a la ironía.

Simultáneamente a estos dos periodistas surge a las letras españolas el fenómeno genial de Ramón Gómez de la Serna, que es como un remolino de alegría, de optimismo y de invención, y que, como no saben cómo calificarle, lo encierran dentro de la jaula de los humoristas.

Ramón es humorista entre otras muchas cosas; pero Ramón no llega al humorismo por la sátira, sino por otro camino: por la poesía, porque Ramón, sobre todo, es un poeta, un poeta que además nos hace el regalo de escribir en prosa, sin tener que moldear a un ritmo o a un metro determinado, ni tener que inventar esa poesía libre, que a mí me parece superflua, ya que la poesía puede ser destilada en prosa, si el poeta sabe escribir.

Ramón es demasiado bueno y demasiado generoso para “burlarse” o “tomar el pelo” a nadie, y el humor muchas veces lo hace. Ramón es más humorista cuando hace las semblanzas de sus amigos.

El caso es que las tres influencias dieron origen a otra generación, en la que formamos, entre otros, Jardiel Poncela, López Rubio y yo. Tono y Mihura eran solamente dibujantes; pero a los pocos años el dibujo les venía estrecho y comenzaron a escribir, con una gracia menos formal que la nuestra y, desde luego, más disparatada.

Durante nuestra guerra Mihura fundó La Ametralladora, e inmediatamente nos llamó a Tono y a mí, porque López Rubio estaba en América y Jardiel sólo hacia teatro. Y allí ensayamos todo ese humor desaforado, toda esa burla de todo, que se había de llamar “el humor de La Codorniz”. Porque al poco de acabar la guerra Mihura fundó La Codorniz, y en sus primeros tiempos estaba hecha casi principalmente por nosotros tres y por un jovencito de pantalón corto que se había unido a nosotros durante la guerra y que era Alvarito de Laiglesia.

La Codorniz tuvo una influencia enorme en la España de la posguerra, sobre todo cuando la manejaba la diestra mano de Mihura; ella impedía que la gente se lanzara a los tópicos como tanto le gusta, o sea “de todo corazón”, y se pusieran a hablarnos demasiado de los dramas que había traído la contienda. La Codorniz, implacable, perseguía a todo lo falsorro de la sociedad y al convencionalismo de los sentimientos estereotipados, y muchas personas no se atrevían a dar rienda suelta a su instinto por miedo a que les dijeran que se había escapado de las páginas de nuestra revista.

Durante la guerra se vendían en España algunas publicaciones de humor italianas, y, ya que no en los textos, en las caricaturas había ese humor codornicesco, y, por lo tanto, hubo gente que creyó que nosotros nos inspirábamos en los italianos. Y no era así; salvo la traducción del Don Venerando, que era un personaje italiano y cuyo origen no se ocultaba, y la prueba es que se había conservado hasta el nombre, los italianos no tuvieron nada que enseñarnos a nosotros. Mucha gente ignora que bastante antes de la guerra, en revistas francesas de humor, como Le Canard Enchainé, sus dibujantes ya producían ese tipo de humor, entre ellos el extraordinario Varé. Y también en España se había cultivado ese humor sin necesidad de copiarlo a nadie; había surgido a la vez en diferentes países, cosa muy natural y que sucede en otros géneros y en otras artes. Cuando Tono publicaba en una portada de La Codorniz en 1927 el dibujo de un señor mirando a un río y diciéndole melancólicamente a su esposa: “Y pensar que a este río lo he visto yo nacer…”, no había necesidad de esperar a que los italianos les dijeran cómo se hacía el humor. Ni yo había necesitado al publicar en aquella época la historia de la vaca María Emilia, que terminaba casándose con un señor de Hacienda, que me apuntara nadie la manera de hacer humor nuevo.

Los italianos tienen gente buena y tampoco se han inspirado en nadie; el mejor de todos ellos es Mosca, porque además es un gran poeta. Yo creo que los dibujantes más intencionados y más graciosos son los americanos que colaboran en el New Yorker, no los de las otras revistas americanas, que no suelen tener gracia; pero los del New Yorker, sí, y es que las caricaturas que salen de esta revista llevan un pie elaborado meticulosamente por un equipo de humoristas de primer orden que colaboran con el dibujante para hacerlas más eficaces.

Este grupo de los cinco a que me refiero antes, omitiendo probablemente a alguien por no venirme ahora a la memoria, hemos dado origen a la nueva generación de escritores, que producen con desenfado y alegría todas sus ocurrencias, y que se sienten libres y desencadenados y con una base que no teníamos nosotros al principio, que es un público que les fuimos preparando. El Club de la SonrisaLa Hostería del Buen Humor, toda una serie de editoriales les agrupa y les da trabajo, así como La Codorniz y otras revistas, más o menos esporádicas, de humor.

En ese grupo hay de todo: hay escritores festivos, hay escritores alegres y hay humoristas, pero pocos; tal vez lo sean cuando les crezca la barba; pero en todo caso se atreven con todo y da gusto leerles.

En el teatro también se dio este fenómeno; pero el teatro es mucho más peligroso, porque no se puede uno adelantar demasiado al nivel de sensibilidad que tiene el público de su tiempo. En una revista, en un libro, no importa, se pierde poco; pero en el teatro es grave, pues un fracaso económico tiene importancia. Los humoristas propiamente dichos nos abstuvimos de salir a escena hasta que no comprobamos que había un público preparado literariamente por nosotros, capaz de captar una manera de hacer y, sobre todo, una manera de decir muy diferente del teatro cómico anterior. Nosotros no íbamos a hacer chistes ni retruécanos, sino que íbamos a llevar nuestra ironía, nuestra poesía y nuestra sátira a escena, y a crear unos personajes aptos para redondear los tipos humanos que queríamos destruir, y capaces de decir, sin subrayar demasiado, nuestro diálogo.

Ahí rompieron el fuego después de la guerra Tono y Mihura, con Ni pobre ni rico, sino todo lo contrario, y luego, con una menor o mayor intensidad de humor, fuimos estrenando los demás.

Antes de la guerra, Jardiel había reñido sus grandes batallas; el pobre, solo, se encontraba con un público no preparado y que, al menor descuido, se metía injustamente con él. Su talento y su gracia llevaban en sí un propio adversario; y era su fecundidad, su inmensa capacidad de trabajo, que lo hacía a veces demasiado profuso y que no le dejaba tiempo para meditar bien la construcción de las obras, especialmente en sus terceros actos. De todos modos, si el pobre hubiera reñido esa batalla después de la guerra, la hubiese ganado mucho más fácilmente al haber encontrado un público más fino y más preparado.

El teatro cómico tiene poco que ver con el teatro de humor, aunque a veces lo parezca, y sucede lo mismo que decíamos anteriormente sobre Ramón, y es que cuando lo hace un poeta hay muchas posibilidades de que éste haya creado una obra de humor, y eso sucede con uno de los más grandes hombres de teatro que ha tenido España en los últimos cien años, que es don Carlos Arniches. Arniches era ante todo un poeta, un poeta con mucha gracia, pero que nunca dejaba de crear unos personajes de una ternura y de una poesía extraordinarias, y en sus obras la nota lírica sonaba siempre; eso que él llama “tragedias grotescas” son ni más ni menos que las mejores comedias humorísticas de la primera mitad del siglo. El Es mi hombre, el Para ti es el mundo, y sobre todo, la inconmensurable Señorita de Trevelez brillan y resplandecen como el oro fino en aquella floresta de comedietas que sólo fueron cómicas en los años en que se escribieron, pero que releídas a los veinte y a los treinta años no logran hacernos despegar los labios ni una sola vez. El teatro de Arniches está vivo, porque no es festivo, sino humorístico, y porque su humor está íntimamente vinculado con la poesía de todos los autores que hemos conocido. Salvo dos o tres obras de Benavente, lo único que perdurará de esta primera mitad del siglo es la obra de Arniches.

Pero no se crea que el humorismo es sólo una forma literaria; es algo más que ello: es una manera de ser, es un pasaporte, es una cédula, es una tarjeta de identidad. Hay personas con sentido del humor y personas que no lo tienen, y éstas son las dos grandes castas sociales del momento, mucho más diferenciadoras que la antigua de ricos y pobres.

Hay también pueblos con sentido del humor y pueblos que no lo tienen. ¡Dios nos libre de la brutalidad de estos últimos!

Pero esto es ya, como diría Kipling, asunto para tratarlo en otra cuestión.

* Edgar Neville, “Sobre el humorismo”, en Obras selectas, Madrid, Biblioteca Nueva, 1969, pp. 739-744.