Los más agudos y vitales hijos de nuestro tiempo sufren de una afección desconocida para los médicos del cuerpo y el alma. Esta afección tiene relación con un achaque espiritual y puede ser llamada “ironía”. Sus manifestaciones son accesos de risa agotadora, que se inicia con una sonrisa provocadora y diabólicamente burlona, y termina con el escándalo y la profanación.

Conozco gente dispuesta a desternillarse de risa al saber que su madre se está muriendo, o que la novia los ha engañado con otro, o que el hambre los está matando. Un hombre se carcajea y uno se pregunta si él se pondrá a beber alguna esencia de vinagre tan pronto como se aleja, y si uno lo volverá a ver alguna vez. Para mí es muy gracioso que esta misma persona, desgarrada de risa, que pregona que es vejada y abandonada por todos, es como si estuviera ausente; como si no existiera, como si sólo su boca se carcajeara. Yo lo quisiera sacudir por los hombros, tomar de las manos, gritarle para que deje de reírse de lo que le es más valioso en la vida, pero no puedo. A mí mismo me desarma el demonio de la risa, hasta tal punto que desaparezco. Desaparecemos. Cada uno de nosotros es sólo risa, juntos somos unas desvergonzadas bocas carcajeantes.

No me gusta tu ironía.
Déjala para los decrépitos y desvaídos.
Para nosotros, que tan locamente nos amamamos
y que hemos guardado un trozo de sentimiento
no es tiempo aún para entregarnos a ella.
Nekrásov

Esto no es simple literatura. Muchos de ustedes, al profundizar un poco en sí mismos sin falsa vergüenza ni malicia, descubrirán para sí los síntomas de esta afección.

La epidemia se desboca; quien no sufre de esta afección, sufre de lo contrario: en lo más mínimo sabe sonreír, nada le causa risa. Y en los tiempos que corren esto último no es menos terrible, más enfermizo; ¿acaso no son ya demasiado pocos los fenómenos de la vida hacia los cuales no se puede uno dirigir, sino es con una sonrisa?

¿Acaso conocemos muchos ejemplos de risa “sonora” y creadora, de la que habló Vladímir Soloviov, quien por lo visto no sabía reírse con una risa “sonora”, y se dejó contagiar por una carcajada de loco? No, nosotros vemos a toda hora y en todas partes ya sea rostros cercados por la seriedad, que no saben sonreír, o ya rostros retorcidos convulsivamente por una risa interior, dispuesta a inundar toda el alma humana, todos los nobles impulsos, para desplazar a la persona, para destruirla. Vemos gente poseída de una risa corruptora, en la que ahogan –como si fuera vodka– su alegría y su desesperanza, su trabajo creador, su vida y, finalmente, su propia muerte.

Se les puede gritar al oído, zarandear por los hombros, llamar con un nombre querido –nada de esto servirá–. Ante el rostro de la maldita ironía todo le da lo mismo a la gente: la bondad y la maldad, el cielo limpio y la pocilga hedionda, la Beatriz de Dante y la Nedotikomka de Sologub. Todo es causa de risa, como en la taberna y en la bruma. La verdad vínica, in vino veritas, se apodera del mundo, todo es único, lo único es el mundo; yo estoy borracho ergoquiero, “acepto” el mundo todo entero como es, caigo a los pies ante Nedotikomka, seduzco a Beatriz; me revuelco en una zanja, imagino que ando por las nubes; si quiero no “acepto” el mundo, demuestro que Beatriz y Nedotikomka son la misma. Así me da la gana, pues soy un borracho. ¿A un borracho qué se le puede preguntar? Al ebrio de ironía, de risa, le pasa lo mismo que al borracho de vodka: se despersonaliza, se deshonra, todo le da igual.

¿Qué vida, qué obra, qué hecho puede surgir entre la gente que padece de “ironía”, ese antiguo padecimiento, cada vez más y más contagioso? Sin darse cuenta, la persona se contagia de él; es como la mordedura de un vampiro; el hombre mismo se convierte en un chupasangre, los labios se le hinchan y llenan de sangre, su rostro se pone pálido, sus colmillos crecen.

Así se revela la enfermedad de la “ironía”. ¿Y cómo no estar contagiado de ella, cuando apenas hemos sobrevivido al espantoso siglo XIX, al siglo XIX ruso en particular? El siglo que fue llamado por un poeta como el “incendio sin flamas”, un siglo espléndido y fúnebre, que lanzó sobre el rostro vivaz del hombre un misterioso manto de mecánica, de positivismo y materialismo económico, que enterró la voz humana en el estrépito de las máquinas; una edad metálica en la que la “caja de hierro” –el tren– dejó atrás a la “inalcanzable troika” en la que “Gógol plasmó a toda Rusia”, como dijo Gleb Uspenski.

¿Cómo no sufrir de semejante enfermedad, cuando los silbatos de las locomotoras se han convertido en los soberanos de nuestra voz, cuando procurando acallar a gritos a la máquina nos desgarramos, increpamos al espíritu (porque año tras año la literatura rusa muere, sin que todavía nazca una nueva) y del alma desolada surge no ya una blasfemia y una loa creativa, sino una risa devastadora, demoledora?

Esta risa, esta ironía es conocida desde hace tiempo. Desde Dobroliúbov cuando dijo que “en todo lo que hay de mejor en nuestra literatura, vemos esta ironía, ya sea ingenuamente abierta, maliciosamente sosegada a moderadamente biliosa”. Dobroliúbov entrevió en esto la garantía del florecimiento de la sátira rusa, pero no sabía de todo el peligro terrible que venía de allí, por dos razones principales.

En primer lugar Dubroliúbov padecía la enfermedad contraria, no sabía sonreír, ni dominaba ni uno sólo de los diversos métodos de la risa. Era hijo de una época seria, contra la que una reacción natural fue Kozmá Prútkov. Bueno, antes era gracioso citar a Prútkov, ahora esto es un poco siniestro y trivial, como muchos y muy buenos chistes de este periodo, incluyendo los del bromista Vladímir Soloviov.

En segundo lugar, y lo más importante, Dobroliúbov fue un escritor prerrevolucionario. En sus conjeturas críticas no había ni la más pequeña premonición de la “risa roja” de Andréev, ni de la profunda ironía de Dostoievski. Y de la fina y demoledora ironía de Sologub, que Dobroliúbov ni siquiera pudo soñar.

Es claro que Dostoievski, Andréev y Sologub, uno tras otro, son satíricos rusos que desenmascaran los vicios y llagas sociales; pero por otro lado –y esto es lo más importante– el señor nos guarde de su risa demoledora, de su ironía; todos ellos son muy diferentes entre sí, incluso podrían pasar como individuos que se sentían animadversión. Pero imagínenselos entrando a un cuarto, sin testigos; se miran uno al otro, se echan a reír y se ponen de acuerdo… Y nosotros les creemos, los escuchamos.

Dostoievski no opone un “no” rotundo a aquel nihilismo de seminario que lo abruma. Está enamorado un poco de Svidrigailov. Andréev no sólo se atormenta por la “risa roja”, sino que en las profundidades inconscientes de su alma caótica ama los dobles (“Las máscaras negras”), ama al provocador de todo el pueblo (“El Rey-Hambre”), ama aquella “provocación cósmica” de la que está penetrada la vida del hombre, aquel “viento glacial de espacios infinitos” que agita la flama amarilla de la vela que es la vida humana. Sologub, por su parte, no dice “no” a Nedotikomka, porque lo une a ella un secreto voto de fidelidad. Sologub no cambia las tinieblas de su ser por ninguna otra existencia. Es ridículo aquel que interpreta las canciones de Sologub como quejas. El irónico “Verlaine ruso”, el cautivador Sologub, no se queja ante nadie.

Y todos nosotros, poetas contemporáneos, estamos en el foco de la terrible infección. Todos estamos impregnados de la ironía provocadora de Heine. Este enamoramiento inmortal, que desfigura las imágenes de nuestros iconos, ennegrece las radiantes orlas metálicas de nuestros santuarios. No hay a quien decirle una palabra salvadora, nadie sabe la fuerza de nuestro contagio. ¿Qué decadente, qué positivista, qué místico ortodoxo entenderá toda la desnudez de mis palabras? Quién conoce el estado del que habla el solitario Heine: “Yo no puedo entender dónde comienza el cielo y dónde termina la ironía.” Éste es, pues, un grito de salvación.

A aquellos que padecen la ironía, les gusta reírse. Pero en ellos la gente no cree o deja de creer. Si dice que está muriendo, nadie le cree. Así es que la persona que ríe, muere sola. Ni modo, a lo mejor es para bien. “El perro debe tener una muerte de perro.”

No escuchen nuestra risa, escuchen el dolor que hay tras ella. No le crean a ninguno de nosotros, créanle al que está tras de nosotros.

Si no somos capaces de mostrarles a ustedes lo que hay de nosotros, lo que desean y esperan otros de nosotros, entonces denos la espalda cuanto antes. No hagan de nuestras búsquedas, una moda; de nuestra alma, un espectáculo de títeres de feria, que lleva las veladas literarias y la diversión callejera al público.

Hay una fórmula sagrada, repetida de una u otra forma por todos los escritores: “Abjura de sí para sí, pero no para Rusia” (Gógol). “Para ser uno mismo, hay que renegar de sí mismo” (Ibsen), “El renunciamiento personal no es una renuncia de la personalidad, sino una negación de la persona a su egoísmo” (Vladímir Soloviov). Esta fórmula es repetida resueltamente por cada uno, que constantemente es impulsado hacia ella, si es que vive con algún grado de vida espiritual. Esta fórmula sería trivial sino fuera sagrada. Entenderla es algo muy difícil.

Estoy seguro que en ella se encuentra la salvación al padecimiento de la “ironía”, que es una enfermedad de la personalidad, una enfermedad “individualista”. Sólo entonces, cuando esta fórmula penetre en la carne y sangre de cada uno de nosotros, llegará la verdadera “crisis del individualismo”. Hasta la fecha no somos inmunes a ninguna enfermedad enteramente floreciente, a ningún espíritu eternamente inútil.

Noviembre de 1908: Alexandr Blok, “La ironía”, en Palabra del solitario, editor y traductor Jorge Bustamante García, México: Verdehalago, 1998, pp. 17-25.