Al alba, un escalofrío recorre a los objetos. Durante la noche, fundidos a la sombra, perdieron su identidad; ahora, no sin vacilaciones, la luz los recrea. Adivino ya que esa barca varada, sobre cuyo mástil cabecea un papagayo carbonizado, es el sofá y la lámpara; ese buey degollado entre sacos de arena negra, es el escritorio; dentro de unos instantes la mesa volverá a llamarse mesa… Por las rendijas de la ventana del fondo entra el sol. Viene de lejos y tiene frío. Adelanta un brazo de vidrio, roto en pedazos diminutos al tocar el muro. Afuera, el viento dispersa nubes. Las persianas metálicas chillan como pájaros de hierro. El sol da tres pasos más. Es una araña centelleante, plantada en el centro del cuarto. Descorro la cortina. El sol no tiene cuerpo y está en todas partes. Atravesó montañas y mares, caminó toda la noche, se perdió por los barrios. Ha entrado al fin y, como si su propia luz lo cegase, recorre a tientas la habitación. Busca algo. Palpa las paredes, se abre paso entre las manchas rojas y verdes del cuadro, trepa la escalinata de los libros. Los estantes se han vuelto una pajarera y cada color grita su nota. El sol sigue buscando. En el tercer estante, entre el Diccionario etimológico de la lengua castellana y La garduña de Sevilla y anzuelo de bolsas, reclinada contra la pared recién encalada, el color ocre atabacado, los ojos felinos, los párpados levemente hinchados por el sueño feliz, tocada por un gorro que acentúa la deformación de la frente y sobre la cual una línea dibuja una espiral que remata en una vírgula (ahí el viento escribió su verdadero nombre), en cada mejilla un hoyuelo y dos incisiones rituales, la cabecita ríe. El sol se detiene y la mira. Ella ríe y sostiene la mirada sin pestañear.

¿De quién o por qué se ríe la cabecita del tercer estante? Ríe con el sol. Hay una complicidad, cuya naturaleza no acierto a desentrañar, entre su risa y la luz. Con los ojos entrecerrados y la boca entreabierta, mostrando apenas la lengua, juega con el sol como la bañista con el agua. El calor solar es su elemento. ¿Ríe de los hombres? Ríe para sí y porque sí. Ignora nuestra existencia; está viva y ríe con todo lo que está vivo. Ríe para germinar y para que germine la mañana. Reír es una manera de nacer (la otra, la nuestra, es llorar). Si yo pudiese reír como ella, sin saber por qué… Hoy, un día como los otros, bajo el mismo sol de todos los días, estoy vivo y río. Mi risa resuena en el cuarto con un sonido de guijarros cayendo en un pozo. ¿La risa humana es una caída, tenemos los hombres un agujero en el alma? Me callo, avergonzado. Después, me río de mí mismo. Otra vez el sonido grotesco y convulsivo. La risa de la cabecita es distinta. El sol lo sabe y calla. Está en el secreto y no lo dice; o lo dice con palabras que no entiendo. He olvidado, si alguna vez lo supe, el lenguaje del sol.

La cabecita es un fragmento de un muñeco de barro, encontrado en un entierro secundario, con otros ídolos y cacharros rotos, en un lugar del centro de Veracruz. Tengo sobre mi mesa una colección de fotografías de esas figurillas. La mía fue como una de ellas: la cara levemente levantada hacia el sol con expresión de gozo indecible; los brazos en gesto de danza, la mano izquierda abierta y la derecha empuñando una sonaja en forma de calabaza; el cuello y sobre el pecho, un collar de piedras gruesas; y por toda vestidura, una estrecha faja sobre los senos y un faldellín de la cintura a la rodilla, ambos adornados por una greca escalonada. La mía, quizá, tuvo otro adorno: líneas sinuosas, vírgulas y, en el centro de la falda, un mono de los llamados «araña», la cola graciosamente enroscada y el pecho abierto por el cuchillo sacerdotal.

La cabecita del tercer estante es contemporánea de otras criaturas turbadoras: deidades narigudas, con un tocado en forma de ave que desciende; esculturas de Xipe-Tlazoltéotl, dios doble, vestido de mujer, cubierta la parte inferior del rostro con un antifaz de piel humana; figuras de mujeres muertas en el parto (cihuateteos), armadas de escudo y macana; «palmas» y hachas rituales, en jade y otras piedras duras, que representan un collar de manos cortadas, un rostro con máscara de perro o una cabeza de guerrero muerto, los ojos cerrados y en la boca la piedra verde de inmortalidad; Xochiquetzal, diosa del matrimonio, con un niño; el jaguar de la tierra, entre las fauces una cabeza humana; Ehécatl-Quetzalcóatl, señor del viento, antes de su metamorfosis en el Altiplano, dios con pico de pato… Estas obras, unas aterradoras y otras fascinantes, casi todas admirables, pertenecen a la civilización totonaca —si es que fue realmente totonaca el pueblo que, entre el siglo I y el IX de nuestra era, levantó los templos de El Tajín, fabricó por miles las figuritas rientes y esculpió «yugos», hachas y «palmas», objetos misteriosos sobre cuya función o utilidad poco se sabe pero que, por su perfección, nos iluminan con la belleza instantánea de lo evidente.

Como sus vecinos los huastecas, nación de ilusionistas y magos que, dice Sahagún, «no tenía la lujuria por pecado», los totocanas revelan una vitalidad menos tensa y más dichosa que la de los otros pueblos mesoamericanos. Quizá por esto crearon un arte equidistante de la severidad teotihuacana y de la opulencia maya. El Tajín no es, como Teotihuacán, movimiento petrificado, tiempo detenido: es geometría danzante, ondulación y ritmo. Los totonacas no son siempre sublimes pero pocas veces nos marean, como los mayas, o nos aplastan como los del Altiplano. Ricos y sobrios a un tiempo, heredaron de los «olmecas» la solidez y la economía, ya que no la fuerza. Aunque la línea de la escultura totonaca no tiene concisa energía de los artistas de La Venta y Tres Zapotes, su genio es más libre e imaginativo. Mientras el escultor «olmeca» extrae sus obras, por decirlo así, de la piedra (o como escribe Westheim: «No crea cabezas, crea cabezas de piedra»), el totonaca transforma la materia en algo distinto, sensual o fantástico, y siempre sorprendente. Dos familias de artistas: unos se sirven de la materia, otros son sus servidores. Sensualidad y ferocidad, sentido del volumen y de la línea, gravedad y sonrisa, el arte totonaca rehúsa lo monumental porque sabe que la verdadera grandeza es equilibrio. Pero es un equilibrio en movimiento, una forma recorrida por un soplo vital, como se ve en la sucesión de líneas y ondulaciones que dan a la pirámide de El Tajín una animación que no está reñida con la solemnidad. Esas piedras están vivas y danzan.

¿El arte totonaca es una rama, la más próxima y vivaz, del tronco «olmeca»? No sé cómo podría contestarse a esta pregunta. ¿Quiénes fueron los «olmecas», cómo se llamaban realmente, qué idioma hablaban, de dónde venían y a dónde fueron? Algunos arqueólogos han señalado presencias teotihuacanas en El Tajín. Por su parte, Medellín Zenil piensa, y sus razones son buenas, que también hubo influencias totonacas en Teotihuacán. ¿Y quiénes fueron, cómo se llamaban, de dónde venían, etcétera, los constructores de Teotihuacán? Jiménez Moreno aventura que tal vez fue obra de grupos nahuatotonacas… «Olmecas», totonacas, popoloca-mazatecos, toltecas: nombres. Los nombres van y vienen, aparecen y desaparecen. Quedan las obras. Entre los escombros de los templos demolidos por el chichimeca o por el español, sobre el montón de libros y de hipótesis, la cabecita ríe. Su risa es contagiosa. Ríen los cristales de la ventana, la cortina, el Diccionario etimológico, el clásico olvidado y la revista de vanguardia; todos los objetos se ríen del hombre inclinado sobre el papel, buscando el secreto de la risa en unas fichas. El secreto está afuera. En Veracruz, en la noche rojiza y verde de El Tajín, en el sol que sube cada mañana la escalera del templo. Regresa a esa tierra y aprende a reír. Mira otra vez los siete chorros de sangre, las siete serpientes que brotan del tronco decapitado. Siete: el número de la sangre en el relieve del Juego de Pelota en Chichen-Itzá; siete: el número de semillas en la sonaja de fertilidad; siete: el secreto de la risa.

La actitud y la expresión de las figurillas evoca la imagen de un rito. Los ornamentos del tocado, subraya Medellín Zenil, corroboran esta primera impresión: las vírgulas son estilizaciones del mono, doble o nahual de Xochipilli; los dibujos geométricos son variaciones del signo nahui ollín, sol del movimiento; la Serpiente Emplumada, es casi innecesario decirlo, designa a Quetzalcóatl; la greca escalonada alude a la serpiente, símbolo de fertilidad… Criaturas danzantes que parecen celebrar al sol y a la vegetación naciente, embriagadas por una dicha que se expresa en todas las gamas del júbilo, ¿cómo no asociarlas con la divinidad que más tarde, en el Altiplano, se llamó Xochipilli (1 Flor) y Macuilxóchitl (5 Flor)? No creo, sin embargo, que se trate de representaciones del dios. Probablemente son figuras de su séquito o personajes que, de una manera u otra, participan en su culto. Tampoco me parece que sean retratos, como se ha insinuado, aunque podría inclinarnos a aceptar esta hipótesis la individualidad de los rasgos faciales y la rica variedad de las expresiones risueñas, a mi juicio sin paralelo en la historia entera de las artes plásticas. Pero el retrato es un género profano, que aparece tarde en la historia de las civilizaciones. Los muñecos totonacas, como los santos, demonios, ángeles y otras representaciones de lo que llamamos, con inexactitud «arte popular», son figuras asociadas con alguna festividad. Su función en el culto solar, al cual indudablemente pertenecen, oscila tal vez entre la religión propiamente dicha y la magia. Procuraré justificar mi suposición más adelante. Por lo pronto diré que su risa, contra el fondo de los ritos de Xochipilli, posee una resonancia ambivalente.

El oficio que desempeña entre nosotros la causalidad, lo ejercía entre los mesoamericanos la analogía. La causalidad es abierta, sucesiva y prácticamente infinita: una causa produce un efecto que a su vez engendra otro… La analogía o correspondencia es cerrada y cíclica: los fenómenos giran y se repiten como en un juego de espejos. Cada imagen cambia, se funde a su contraria, se desprende, forma otra imagen, se une de nuevo a otra y, al fin, vuelve al punto de partida. El ritmo es el agente del cambio. Las expresiones privilegiadas del cambio son, como en la poesía, la metamorfosis; como en el rito, la máscara. Los dioses son metáforas del ritmo cósmico; a cada fecha, a cada compás de la danza temporal, corresponde una máscara. Nombres: fechas: máscaras: imágenes. Xochipilli (su nombre en el calendario es 1 Flor), numen del canto y de la danza, que empuña un bastón con un corazón atravesado, sentado sobre una manta decorada por los cuatro puntos cardinales, sol niño, es también, sin dejar de ser él mismo, Cintéotl, la deidad del maíz naciente. Como si se tratase de la rima de un poema, esta imagen convoca a la de Xipe-tótec, dios del maíz pero asimismo del oro, dios solar y genésico («nuestro señor el desollado» y «el que tiene el miembro viril»). Divinidad que encarna el principio masculino, Xipe se funde con Tlazoltéotl, señora de las cosechas y del parto, de la confesión y de los baños de vapor, abuela de dioses, madre de Cintéotl. Entre este último y Xilonen, diosa joven del maíz, hay una estrecha relación. Ambos están aliados a Xochiquetzal, arrebatada por Tezcatlipoca al mancebo Piltintecutli —que no es otro que Xochipilli. El círculo se cierra. Es muy posible que el panteón del pueblo de El Tajín, en la gran época, haya sido menos complicado que lo que deja entrever esta apresurada enumeración. No importa: el principio que regía a las transformaciones divinas era el mismo.

Nada menos arbitrario que esta alucinante sucesión de divinidades. Las metamorfosis de Xochipilli son las del sol. También son las del agua, las de la planta del maíz en las distintas fases de su crecimiento y, en suma, las de todos los elementos, que se entrelazan y separan en una suerte de danza circular. Universo de gemelos antagonistas, gobernado por una lógica rigurosa, precisa y coherente como la alternancia de versos y estrofas en el poema. Sólo que aquí los ritmos y las rimas son la naturaleza y la sociedad, la agricultura y la guerra, el sustento cósmico y la alimentación de los hombres. Y el único tema de este inmenso poema es la muerte y la resurrección del tiempo cósmico. La historia de los hombres se resuelve en la del mito y el signo que orienta sus vidas es el mismo que dirige a la totalidad: nahui ollín, el movimiento. Poesía en acción, su metáfora final es el sacrificio real de los hombres.

La risa de las figurillas empieza a revelarnos toda su insensata sabiduría (uso con reflexión estas dos palabras), apenas se recuerdan algunas de las ceremonias en que interviene Xochipilli. En primer término, la decapitación. Sin duda se trata de un rito solar. Aparece desde la época «olmeca», en una estela de Tres Zapotes. Por lo demás, la imagen del sol como una cabeza separada de su tronco se presenta espontáneamente a todos los espíritus. (¿Sabía Apollinaire que repetía una vieja metáfora al terminar su célebre poema con la frase: Soleil cou coupé?) Algunos ejemplos: el Códice Nutall muestra a Xochiquetzal degollada en el Juego de Pelota; y en la fiesta consagrada a Xilonen se decapitaba a una mujer, encarnación de la diosa, precisamente en el altar de Cintéotl. La decapitación no es el único rito. Diosa lunar, arquera y cazadora como Diana, aunque menos casta, Tlazoltéotl es la patrona del sacrificio por flechamiento. Sabemos que este rito es originario de la costa, precisamente de la región huasteca y totonaca. Parece inútil por último, detenerse en los sacrificios asociados a Xipe el desollado; vale la pena, en cambio, señalar que esta clase de sacrificios formaban parte también del culto a Xochipilli: el Códice Magliabecchi representa al dios de la danza y la alegría revestido de un pellejo de mono. Así pues, no es descabellado suponer que las figurillas ríen y agitan sus sonajas mágicas en el momento del sacrificio. Su alegría sobrehumana celebra la unión de las dos vertientes de la existencia, como el chorro de sangre del decapitado se convierte en siete serpientes.

El Juego de Pelota era escenario de un rito en el que el victorioso ganaba la muerte por decapitación. Pero se corre el riesgo de no comprender su sentido si se olvida que este rito era efectivamente un juego. En todo rito hay un elemento lúdico. Inclusive podría decirse que el juego es la raíz del rito. La razón está a la vista: la creación es un juego; quiero decir: lo contrario del trabajo. Los dioses son, por esencia, jugadores. Al jugar, crean. Lo que distingue a los dioses de los hombres es que ellos juegan y nosotros trabajamos. El mundo es el juego cruel de los dioses y nosotros somos sus juguetes. En todas las mitologías del mundo es una creación: un acto gratuito. Los hombres no son necesarios; no se sostienen por sí mismos sino por una voluntad ajena: son una creación, un juego. El rito, destinado a perseverar la continuidad del mundo y de los hombres, es una imitación del juego divino, una representación del acto creador original. La frontera entre lo profano y lo sagrado coincide con la línea que separa al rito del trabajo, a la risa de la seriedad, a la creación de la tarea productiva. En su origen todos los juegos fueron ritos y hoy mismo obedecen a un ceremonial; el trabajo rompe todos los rituales: durante la faena no hay tiempo ni espacio para el juego. En el rito reina la paradoja del juego: los últimos serán los primeros, los dioses sacan al mundo de la nada, la vida se gana con la muerte; en la esfera del trabajo no hay paradojas: ganarás el pan con el sudor de tu frente, cada hombre es hijo de sus obras. Hay una relación inexorable entre el esfuerzo y su fruto: el trabajo, para ser costeable, debe ser productivo; la utilidad del rito consiste en ser un inmenso desperdicio de vida y tiempo para asegurar la continuidad cósmica. El rito asume todos los riesgos del juego y sus ganancias, como sus pérdidas, son incalculables. El sacrificio se inserta con naturalidad en la lógica del juego; por eso es el centro y la consumación de la ceremonia: no hay juego sin pérdida ni rito sin ofrenda o víctima. Los dioses se sacrifican al crear el mundo porque toda creación es un juego.

La risa es anterior a los dioses. A veces los dioses ríen. Burla, amenaza o delirio, su risa estentórea nos aterra: pone en movimiento a la creación o la desgarra. En otras ocasiones, su risa es eco o nostalgia de la unidad perdida, es decir, del mundo mágico. Para tentar a la diosa-sol, escondida en una cueva, la diosa Uzumé “descubrió sus pechos, se alzó las faldas y danzó. Los dioses empezaron a reír y su risa hizo temblar los pilares del cielo”. La danza de la diosa japonesa obliga al sol a salir. En el principio fue la risa: el mundo comienza con un baile indecente y una carcajada. La risa cósmica es una risa pueril. Hoy sólo los niños ríen con una risa que recuerda a la de las figuritas totonacas. Risa del primer día, risa salvaje y cerca todavía del primer llanto: acuerdo con el mundo, diálogo sin palabras, placer. Basta alargar la mano para coger el fruto, basta reír para que el universo ría. Restauración de la unidad entre el mundo y el hombre, la risa pueril anuncia también su definitiva separación. Los niños juegan a mirarse frente a frente: aquel que ría primero, pierde el juego. La risa se apaga. Ha dejado de ser contagiosa. El mundo se ha vuelto sordo y de ahora en adelante sólo se conquista con el esfuerzo o con el sacrificio, con el trabajo o con el rito.

A medida que se amplía la esfera del trabajo, se reduce la de la risa. Hacerse hombre es aprender a trabajar, volverse serio y formal. Pero el trabajo, al humanizar la naturaleza, deshumaniza al hombre. El trabajo literalmente desaloja al hombre de su humanidad. Y no sólo porque convierte al trabajador en asalariado sino porque confunde su vida con su oficio. Lo vuelve inseparable de su herramienta, lo marca con el hierro de su utensilio. Y todas las herramientas son serias. El trabajo devora el ser del hombre: inmoviliza su rostro, le impide llorar o reír. Cierto, el hombre es hombre gracias al trabajo; hay que añadir que sólo logra serlo plenamente cuando se libera de la faena o la transmuta en el juego creador. Hasta la época moderna, que ha hecho del trabajo una suerte de religión sin ritos pero con sacrificios, la vida superior era contemplativa; y hoy mismo la rebelión del arte (tal vez ilusorio y, en todo caso, aleatoria) consiste en su gratuidad, eco del juego ritual. El trabajo consuma la victoria del hombre sobre la naturaleza y los dioses; al mismo tiempo, lo desarraiga de su suelo nativo, seca la fuente de su humanidad. La palabra placer no figura en el vocabulario del trabajo. Y el placer es una de las claves del hombre: nostalgia de la unidad original y anuncio de reconciliación con el mundo y con nosotros mismos.

Si el trabajo exige la abolición de la risa, el rito la congela en rictus. Los dioses juegan y crean el mundo; al repetir ese juego, los hombres danzan y lloran, ríen y derraman sangre. El rito es un juego que reclama víctimas. No es extraño que la palabra danza, entre los aztecas, significase también penitencia. Regocijo que es penitencia, fiesta que es pena, la ambivalencia del rito culmina en el sacrificio. Una alegría sobrehumana ilumina el rostro de la víctima. La expresión arrobada de los mártires de todas las religiones no cesa de sorprenderme. En vano los psicólogos nos ofrecen sus ingeniosas explicaciones, valederas hasta que surge una nueva hipótesis: algo queda por decir. Algo indecible. Esa alegría extática es insondable como el gesto del placer erótico. Al contrario de la risa contagiosa de las figurillas totonacas, la víctima provoca nuestro horror y nuestra fascinación. Es un espectáculo intolerable y del que, no obstante, no podemos apartar los ojos. Nos atrae y repele y de ambas maneras crea entre ella y nosotros una distancia infranqueable. Y sin embargo, ese rostro que se contrae y distiende hasta inmovilizarse en un gesto que es simultáneamente penitencia y regocijo: ¿no es el jeroglífico de la unidad original, en la que todo era uno y lo mismo? Ese gesto no es la negación sino el reverso de la risa.

“La alegría es una”, dice Baudelaire; en cambio, “la risa es doble o contradictoria; por eso es convulsiva” [2]. Y en otro pasaje del mismo ensayo: “En el paraíso terrenal (pasado o por venir, recuerdo o profecía, según lo imaginemos como teólogos o como socialistas)… la alegría no está en la risa.” Si la alegría es una, ¿cómo podría estar excluida la risa del paraíso? La respuesta la encuentro en estas líneas: la risa es satánica y “está asociada al accidente de la antigua caída… La risa y el dolor se expresan por los órganos donde residen el gobierno y la ciencia del bien y del mal: los ojos y la boca”. Entonces, ¿en el paraíso nadie ríe porque nadie sufre? ¿Será la alegría un estado neutro, beatitud hecha de indiferencia, y no ese grado supremo de felicidad que sólo alcanzan los bienaventurados y los inocentes? No. Baudelaire dice, más bien, que la alegría paradisíaca no es humana y que trasciende las categorías de nuestro entendimiento. A diferencia de esta alegría, la risa no es divina ni santa: es un atributo humano y por eso reside en los órganos que, desde el principio, han sido considerados como el asiento del libre albedrío: los ojos, espejos de la visión y el origen del conocimiento, y la boca, servidora de la palabra y del juicio. La risa es una de las manifestaciones de la libertad humana, a igual distancia de la impasibilidad divina y de la irremediable gravedad de los animales. Y es satánica porque es una de las marcas de la ruptura del pacto entre Dios y la criatura.

La risa de Baudelaire es inseparable de la tristeza. No es la risa pueril sino lo que él mismo llama “lo cómico”. Es la risa moderna, la risa humana por excelencia. Es la que oímos todos los días como desafío o resignación, engreída o desesperada. Esta risa es también la que ha dado el arte occidental, desde hace varios siglos, algunas de sus obras más temerarias e impresionantes. Es la caricatura y, asimismo, es Goya y Daumier, Brueghel y Jerónimo Bosch, Picabia y Picasso, Marcel Duchamp y Max Ernst… Entre nosotros es José Guadalupe Posada y, a veces, el mejor Orozco y el Tamayo más directo y feroz. La antigua risa, revelación de la unidad cósmica, es un secreto perdido para nosotros. Entrevemos lo que pudo haber sido al contemplar nuestras figurillas, la risa fálica de ciertas culturas negras y de Oceanía y tantos otros objetos insólitos, arcaicos o remotos, que apenas empezaban a penetrar en la conciencia occidental cuando Baudelaire escribía sus reflexiones. Por esas obras adivinamos que la alegría efectivamente era una y que abrazaba muchas cosas que después parecieron grotescas, brutales o diabólicas: la danza obscena de Uzamé (“baile de monos”, dicen los japoneses), el alarido de la ménade, el canto fúnebre del pigmeo, el príapo alado del romano… Alegría es unidad que no excluye ningún elemento. La conciencia cristiana expulsa a la risa del paraíso y la transforma en atributo satánico. Desde entonces es signo del mundo subterráneo y de sus poderes. Hace apenas unos cuantos siglos ocupó un lugar cardinal en los procesos de hechicería, como síntoma de posesión demoníaca; confiscada hoy por la ciencia, es histeria, desarreglo psíquico, anomalía. Y sin embargo, enfermedad o marca del diablo, la antigua risa no pierde su poder. Su contagio es irresistible y por eso hay que aislar a los “enfermos de risa loca”.

La risa une; lo “cómico” acentúa nuestra separación. Nos reímos de los otros o de nosotros mismos y en ambos casos, señala Baudelaire, afirmamos que somos diferentes de aquello que provoca nuestra risa. Expresión de nuestra distancia del mundo y de los hombres, la risa moderna es sobre todo la cifra de nuestra dualidad; si nos reímos de nosotros mismos es porque somos dos. Nuestra risa es negativa. No podía ser de otro modo, puesto que es una manifestación de la conciencia moderna, la conciencia escindida. Si afirma esto, niega aquello; no asientes (eres como yo), disiente (eres diferente). En sus formas más directas, sátira, burla o caricatura, es polémica: acusa, pone el dedo en la llaga; alimento de la poesía más alta, es risa roída por la reflexión: ironía romántica, humor negro, blasfemia, epopeya grotesca (de Cervantes a Joyce); pensamiento, es la única filosofía crítica porque es la única que de verdad disuelve los valores. El saber de la conciencia moderna es un saber de separación. El método del pensamiento crítico es negativo: tiende a distinguir una cosa de la otra; para lograrlo, debe mostrar que esto no es aquello. A medida que la meditación se hace más amplia, crece la negación: el pensamiento pone en tela de juicio a la realidad, al conocimiento, a la verdad. Vuelto sobre sí mismo, se interroga y pone a la conciencia en entredicho. Hay un instante en que la reflexión, al reflejarse en la pureza de la conciencia, se niega. Nacida de una negación de lo absoluto, termina en una negación absoluta. La risa acompaña a la conciencia en todas sus aventuras: si el pensamiento se piensa, ella se ríe de la risa; si piensa lo impensable, ella se muere de la risa. Refutación del universo por la risa.

La risa es el más allá de la filosofía. El mundo empezó con una carcajada y termina con otra. Pero la risa de los dioses japoneses, en el seno de la creación, no es la misma del solitario Nietzsche, libre ya de la naturaleza, “espíritu que juega inocentemente, es decir, sin intención, por exceso de fuerza y fecundidad, con todo lo que hasta ahora se ha llamado santo, lo bueno, lo intangible y lo divino…” (Ecce homo). La inocencia no consiste en la ignorancia

Octavio Paz, “Risa y penitencia”, en Los signos en rotación y otros ensayos, Carlos Fuentes ed., Madrid, Alianza, 1971, pp. 15-32. Publicado por primera vez en Magia de la risa, Universidad Veracruzana, México, 1962.

[1] El arco y la lira, México, 1956, pp. 123 a 131 [2] Curiosités Esthétiques: De l’essence du rire el généralement du comique dans les arts plastiques, 1855.