Se usa el término ‘amor’ para designar actividades, o el efecto de actividades, muy diversas; el amor es visto, según los casos, como una inclinación, como un afecto, un apetito, una pasión, una aspiración, etc declara José Ferrater Mora en su diccionario.

Es visto también como una cualidad, una propiedad, una relación. Se habla de muy diversas formas del amor: amor físico, o sexual; amor maternal, amor como amistad; amor al mundo; amor a Dios, etc. Inclusive dentro de una especie determinada de amor se introducen variantes; así, Stendhal, al referirse al amor del hombre por la mujer, y de la mujer por el hombre, distingue entre el amor-pasión, el amor-gusto, el amor físico, y el amor de vanidad. Abundan los intentos de clasificar, y ordenar jerárquicamente, las diversas clases de amor; como ejemplo reciente mencionamos la obra sobre «los cuatro amores» (The Four Loves [1960], passim), de C. S. Lewis, en la cual el autor describe y analiza: el amor hacia lo subhumano (ciertos animales), considerado como un «gusto por»; el afecto; la amistad; el eros, y la caridad. Muchas de las distinciones propuestas recomiendan el uso de varios términos (‘agrado’, ‘gusto’, ‘afecto’, ‘atracción’, ‘deseo’, ‘amistad’, ‘pasión’, ‘caridad’, etc.), pero persisten en agrupar sus significados bajo el concepto común de «amor».

Las dificultades que ofrece la variedad del vocabulario, junto con la supuesta unidad significativa del concepto principal, se encuentran no sólo en las lenguas modernas, sino también en latín y en griego. En latín hay los vocablos amor, dilectio, charitas y también Eros, en tanto que designa el amor personificado en una deidad.

En griego hay los vocablos,en consecuencia, la tarea de escribir un brevemente artículo sobre la noción de amor en general es harto compleja, inclusive limitándose a los aspectos más usualmente destacados por los filósofos tales como el amor en sentido metafísico y cósmico-metafísico, y el amor como relación personal, por lo demás frecuentemente entrelazados. Intentaremos sortear estas dificultades presentando un rápido bosquejo histórico de la noción de amor dentro de las especulaciones filosóficas más conocidas, con sólo ocasionales distinciones terminológicas.

Al final del artículo proporcionaremos una idea de varias concepciones filosóficas actuales, elegidas por desgracia, un tanto arbitariamente entre las muchas existentes.

Empédocles fue el primer filósofo que utilizó la idea del amor en sentido cósmico-metafísico, al considerar el amor, y el conflicto o lucha, como principios de unión y separación respectivamente de los elementos que constituyen el universo . Pero la noción de amor adquirió una significación a la vez central y compleja solamente en Platón, quien hace decir a Sócrates que el amor, es el único tema de que puede disertar con conocimiento de causa.

Muchas son las referencias al amor, las descripciones del amor, y las clasificaciones del amor, que hallamos en Platón. Nos limitamos a algunas. El amor es comparado con una forma de caza, comparación, por lo demás, frecuente en dicho filósofo y que aplica a otras actividades; por ejemplo, al conocimiento.

El amor es como una locura es un dios poderoso. Pero no hay sólo una, sino varias clases de amor, y no todas son igualmente dignas. Puede hablarse, por ejemplo, de un amor terrenal y de un amor celeste, como hay una Venus demótica y una Venus olímpica. El amor terrenal es el amor común; el amor celeste es el que produce el conocimiento y lleva al conocimiento.

Puede haber tres clases de amor: el del cuerpo, el del alma, y una mezcla de ambos. En general,el amor puede ser malo o ilegítimo, y bueno o legítimo: el amor malo no es propiamente el amor del cuerpo por el cuerpo, sino aquel que no está iluminado por el amor del alma y no tiene en cuenta la irradiación sobre el cuerpo que producen las ideas. Sería precipitado, pues, hablar en el caso de Platón de un desprecio del cuerpo simpliciter; lo que sucede es que el cuerpo debe amar, por así decirlo, por amor del alma. El cuerpo puede ser de este modo aquello en que un alma bella y buena resplandece, transfigurándose a los ojos del amante, que así descubre en el amado nuevos valores por acaso invisibles a los que no aman. Tras las numerosas difiniciones y elogios del amor que figuran en El Banquete —a los que deben agregarse los contenidos en el Fedro—, Platón se esfuerza por probar que el amor perfecto —principio de todos los demás amores— es el que se manifiesta en el deseo del bien.

El amor es para Platón siempre amor a algo. El amante no posee este algo que ama, porque entonces no habría ya amor. Tampoco se halla completamente desposeído de él, pues entonces ni siquiera lo amaría. El amor es el hijo de la Pobreza y de la Riqueza; es una oscilación entre el poseer y el no poseer, el tener y el no . En su aspiración hacia lo amado, el acto del amor por el amante engendra; y engendra, como dice Platón, en la belleza. Aquí se inserta el motivo metafísico dentro del motivo humano y personal. Pues, en último término, los amores a las cosas particulares y a los seres humanos particulares no pueden ser sino reflejos, participaciones,del amor a la belleza absoluta, que es la Idea de lo Bello en sí. Bajo la influencia del verdadero y puro amor, el alma asciende hacia la contemplación de lo ideal y eterno. Las diversas bellezas —o reflejos de lo Bello— que se hallan en el mundo son usadas como peldaños en una escalera que lleva a la cumbre, la cual es el conocimiento puro y desinteresado de la esencia de la belleza. Como el forastero de Mantinea «revela» a Sócrates al final de El Banquete, el amor es la contemplación pura de la belleza pura y absoluta — de la belleza divina, no contaminada con nada impuro y trascendiendo todo lo particular.

En casi todos los filósofos griegos hay referencias al tema del amor, ya sea como principio de unión de los elementos naturales, ya como principio de relación entre seres humanos. Pero, después de Platón, sólo en los pensadores platónicos y neoplatónicos es considerado el amor como un concepto fundamental. Entre los muchos ejemplos que pueden aducirse al respecto, mencionaremos tres.

En Plutarco (De Iside et Osiride,cap. 53), el amor, es un impulso que orienta la materia hacia elprimer principio (inteligible). El amor es una aspiración de lo que carece de forma (o tiene sólo mínimamente forma) hacia las formas puras y, en último término, hacia la Forma Pura del Bien. En Plotino (Cfr.especialmente Enn., VI vii 21) el amor es asimismo lo que hace que una realidad vuelva su rostro, por así decirlo, hacia la realidad de la cual ha emanado, pero Plotino habla muy particularmente del amor del alma a la inteligencia.

La noción de amor parece ocupar el más importante lugar en el pensamiento de Porfirio. En su Epistola ad Marcellam ( § 24, ed. Nauck, p. 189 ), Porfirio habla de cuatro principios de Dios: la fe, la verdad, la esperanza, y el amor, el amor es mencionado, en rigor, en tercer lugar dentro de esa enumeración, pero no creemos que el orden exprese prioridad de un principio; es más probable que todos esos principios sean para Porfirio igualmente «constituyentes» de la divinidad.

En las especulaciones neoplatónicas el concepto de amor tiene un sentido predominantemente metafísico o, si se quiere, metafísico-religioso. En la concepción cristiana el motivo religioso se expresa con frecuencia en términos»personales». No sucede esto, por supuesto, con todo amor, sino con ese amor llamado «caridad». La caridad es una de las tres virtudes llamadas «teólogales»(junto con la fe y la esperanza),parece tener, además, el primado sobre las otras dos. Así, en las famosas palabras de San Pablo — a que nos hemos referido ya en el artículo dedicado al Apóstol, pero que conviene tener aquí de nuevo presentes: «Cuando tenga el don de profecía, la ciencia de todos los misterios y todo el conocimiento; cuando tenga inclusive toda la fe necesaria para trasladar las montañas, nada tendré si no tengo caridad»(I Cor., XIII, 2). Todo desaparece—las profecías, la ciencia—, pero la caridad permanece. «La fe, la esperanza y la caridad permanecen,pero la más grande de todas es la caridad»(I Cor., XIII, 13). Fundamentales al respecto son también esas palabras ( en I Juan, IV, 7 y siguientes ) :»el amor [la caridad, viene de Dios y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce Dios». El que no ama, no ha conocido Dios, pues «Dios es Amor» podría aquí emplearse asimismo el término ‘caridad’, pero es usual en este caso emplear ‘Amor’. Podemos amar a Dios, porque el amor viene de Dios: «el amor de Dios es perfecto en nosotros». Y este amor de Dios que hace posible amar a Dios es asimismo el fundamento del amor del hombre a su prójimo y al mundo. En sentido originario y auténtico, pues, todo amor se halla dentro del horizonte de Dios: amar es, en rigor, «amar a Dios y por Dios».

Muchas son las referencias que hace San Agustín a la noción de amor. Los términos empleados por San Agustín son charitas, amor y dilectio. A veces tienen el mismo significado (como en la expresión amor seu dilec- tio); a veces establece distinciones entre ellos. San Agustín considera con frecuencia la caridad como un amor personal (divino y humano). La cari- dad es siempre buena (o «lícita»); en cambio, el amor puede ser bueno o malo según sea respectivamente amor al bien o amor al mal. El amor del hombre a Dios y de Dios al hombre es siempre un bien. En este sentido cabe entender la famosa frase agustiniana: Dilige et quod vis fac (que muchas veces se cita como: Ama et fac quod vis y que escribió precisamente en su comentario a Juan [VII]). El amor del hombre por su prójimo puede ser un bien cuando es por amor de Dios o un mal cuando se basa en una inclinación (dilec-tio] puramente humana, es decir, desarraigada del amor a Dios y por Dios.

En tanto que amor al bien que es una manifestación del amor a Dios, el amor mueve la voluntad. Por este movimiento el alma es llevada a su bienaventuranza, la cual solamente puede hallarse en el seno de Dios. El amor en tanto que amor al bien carece de medida (ipse ibi modus est sine modo amare, como escribió Se-verino, amigo de San Agustín, al resumir su pensamiento al respecto). Pero ni siquiera se puede decir que amar un bien es suficiente; el amor a un bien (por lo tanto, a algo particular) sólo es «lícito» cuando tiene lugar por amor al Bien, esto es, a Dios. En este sentido se entiende la frase de San Agustín según la cual la caridad es aquella virtud mediante la cual se ama lo que debe amarse . Y por eso el amor no es ciego, sino lúcido, pues abre el alma al Bien y al Ser — o, como diría Max Scheler, apoyándose en las ideas agustinianas, al reconocimiento de los valores en tanto que objetivos.

Insistir demasiadamente sobre el amor puede llevar al pensamiento cristiano a ciertas dificultades. Algunas de éstas aparecen en San Clemente (Strom., IV 22), el cual parece reducir la vida divina y, en general, todo ser y perfección, a amor, desembocando en la «gnosis del amor». Aquí se encuentra el origen de lo que se ha llamado «la disputa sobre el amor puro», en la que participaron, entre otros, en la época moderna, Leibniz y Fénelon. No nos es posible tratarla aquí; tampoco podemos extendernos sobre el contenido de los numerosos «Tratados del amor de Dios» (el título, dicho sea de paso, que al principio pensó dar Unamuno a su obra, Del sentimiento trágico de la vida), con el frecuente título De diligendo Deo. Filosóficamente, dentro del pensamiento cristiano, nos importa más referirnos brevemente a Santo Tomás. Éste define la chantas como una virtud sobrenatural; como tal, hace posible que las virtudes naturales sean plenarias y verdaderas, ya que, como en S. theol., II – IIa 9. XXIII, a. 7 ad 3, ninguna virtud es verdadera sin la caridad. Sin ella, además, el hombre no puede alcanzar la bienaventuranza. Pero Santo Tomás no niega por ello la «autonomía» de las «virtudes naturales», De hecho, éstas pueden existir sin la caridad, ya que de suponerse lo contrario tendría que concluirse que ninguno de los hombres que han carecido, o carecen, de la revelación cristiana, han podido, o pueden, ser buenos.

Como en muchos otros puntos, Santo Tomás se esfuerza aquí también en delimitar esferas sin perjuicio de concluir a su subordinación jerárquica. Además, Santo Tomás trata del amor como una inclinación, y habla del amor natural como de una actividad que lleva a cada ser hacia su bien. En este sentido puede decirse, con toda generalidad, que el amor mueve. El amor puede ser sensitivo e intelectual . El amor que consiste en elegir libremente el bien es el que constituye el fundamento de la caridad. Por supuesto, el fundamento último del verdadero amor es también, para Santo Tomás, Dios, y es Él el que mueve por amor a las criaturas que aspiran al sumo bien. Este es el Amor che muove il Sol e l’altre stelle, con que concluye Dante (tomista y a la vez aristotélicamente) la Divina Comedia. Aunque arraigado en la esfera personal (de la Persona divina), el concepto de amor tiene también aquí un sentido cósmico-metafísico. Posiblemente depende del lenguaje que se emplee—el teológico o el filosófico— el que se subraye uno u otro aspecto del amor. Nos hemos referido grosso modo a dos visiones del amor: la griega (particularmente la platónica) y la cristiana. En diversas ocasiones se ha intentado establecer una distinción tajante entre ellas. La más conocida (expresada por Scheler en El resentimiento en la moral) puede resumirse del siguiente modo.

En la concepción griega el amor es aspiración de lo menos perfecto a lo más perfecto. Supone, pues, la imperfección del amante y la (supuesta o efectiva) perfección (o mayor perfección) del amado — o de lo amado. Cuando la perfección de lo amado es absoluto, nada importa últimamente sino él. Lo amado es la perfección en sí, el sumo bien — o lo bello y bueno en sí conjuntamente. Lo amado mueve al amante —o lo más perfecto a lo menos perfecto— ejerciendo sobre él una atracción. Lo amado no necesita a su vez amar; su ser consiste en ser apetecible y deseable. El «movimiento real» parte del amante, pero el «movimiento final» parte de lo amado. La relación entre amante y amado puede ejemplificarse en los individuos humanos, pero lo que sucede en éstos es un caso particular—bien que muy importante— de una relación cósmico-metafísica. El amor puede ser descrito como la marcha de cada cosa hacia su perfección o bien hacia el ser lo que cada cosa es en su perfección o idea y dentro de un orden ontológico.

En la concepción cristiana el amor parte de lo amado también, y no sólo como causa final aunque puede asimismo tener este sentido, sino como»movimiento real». En rigor, hay más amor en lo amado que en el amante,pues el amor auténtico —el modelo de todo amor— es la tendencia que tiene lo superior y perfecto de «descender», por así decirlo, hacia lo inferior e imperfecto con el fin de atraerlo hacia él y salvarlo. El amor no es, así, apetencia, sino superabundancia. Por eso mientras para los griegos el Sumo Bien no necesita amar, para los cristianos puede inclusive ser identificado con el amor. La propia justicia queda disuelta en el amor. Lo cual no significa que para el cristiano el amor sea meramente compasión. Lo compadecido es estimado como algo que merece justicia o piedad; lo amado es amado por sí mismo, en virtud de una exuberancia de la cual Dios constituye el modelo supremo. Las distinciones anteriores ayudan a comprender no pocos rasgos distintivos de las concepciones expuestas. Sin embargo, el asunto es más complejo.Por ejemplo, se ha discutido a veces si el amor en sentido paulino se refiere efectivamente al amor a Dios. Lo más seguro es que tenga tal sentido (como se ve en Rom., VIII, 28y en I Cor., II 9, entre otros lugares). Pero esta y otras muchas cuestiones relativas al significado del amor como agápe están lejos de ser resueltas. Por otro lado, es precipitado afirmar que la diferencia entre las concepciones griega y cristiana se revela a través del uso respectivo de los términos éros y agápe (o caritas). Finalmente, no puede olvidarse que los motivos que hemos llamado cósmico-metafísicos ( o por lo menos metafísicos ) ejercen una impronta considerable en ciertas ramas de la tradición cristiana, especialmente en la teología cristiana de inspiración griega. Este último punto ha sido tratado por Xavier Zubiri (Naturaleza, Historia, Dios [1944], págs. 480 y sigs.). Procederemos a citar varios pasajes significativos. Según Zubiri, si en la teología cristiana de inspiración griega se toma la en su primaria dimensión ontológica y real, a lo que más se parece es al del clasicismo. Por eso la indudable diferencia, y aun oposición, entre se da «dentro de una raíz común». Es «una oposición de dirección dentro de una misma línea: la estructura ontológica de la realidad».

Aun cuando los latinos han vertido casi siempre por charitas,debe tenerse en cuenta que en la Patrística griega se empleó el vocablo. Así sucede con Dionisio el Areopagita. La distinción entre y no suprime la posibilidad de entender el concepto de charitas metafísicamente, y de utilizar en consecuencia el término clásico en sentido ontológico. Zubiri apunta que por la común dimensión por la que envuelven un «fuera de sí», el éros y la agápe no se excluyen entre sí, cuando menos en los seres finitos. De ahí que los latinos de inspiración griega distinguieran entre ambas con gran precisión. «El éros es el amor natural», en tanto que la ágape es el amor personal. En el primero hay inclinación por naturaleza hacia los actos para los cuales está capacitado; en el segundo hay entregadel propio ser por liberalidad. Así,»en la medida en que la naturaleza y persona son dos dimensiones metafísicas de la realidad, el amor, tanto natural como personal, es también algo ontológico y metafísico.» Y así también «la caridad, como virtud moral, nos mueve porque estamos ya previamente instalados en la situación metafísica del amor».

En cualquier trabajo relativamente completo sobre el problema del amor y de su historia habría que tener en cuenta, junto a los rasgos generales antes mencionados, importantes variantes introducidas por diversos autores.

El problema del amor como amor a Dios fue tratado, por ejemplo, extensamente por varios autores medievales. Entre ellos mencionamos a Guillermo de Saint-Thierry (De natura et dignitate amoris), San Bernardo (De diligendo Deo), Aelredo de Rievaulx (Speculum caritatis), Pedro Abelardo (Introductio ad theologiam) y los llamados Victorinos: Hugo de Saint Victor y Ricardo de Saint Victor. San Bernardo y los Victorinos (especialmente Ricardo de San Victor) se ocuparon del problema del amor intensamente. Para San Bernardo el amor en cuanto amor puro (a Dios) es, en el fondo, una experiencia mística, un «éxtasis». El amor se basta a sí mismo. Ello no significa que San Bernardo abogue por el quietismo .

El amor del hombre a Dios es consecuencia del amor de Dios al hombre y a las criaturas. Por otro lado, San Bernardo distingue entre varias especies de amor, tales como —para dar un solo ejemplo— el amor carnal, el racional y el espiritual. El predominio de la idea del amor espiritual sobre otras especies de amor en místicos y teólogos medievales no significa, por lo demás, que no se escribiera en la época sobre el amor humano; no debe olvidarse que en el siglo ΧΙI, en el mismo momento en que se desarrollan todas las implicaciones del amor divino de carácter místico, florece la literatura del llamado «amor cortés». En un artículo como el presente no hay más remedio que excluir este complejo material. Lo mismo sucede con las numerosas ideas sobre el amor y sus especies en autores renacentistas y modernos. Aun limitándose a consideraciones de naturaleza propiamente filosófica, la literatura renacentista y moderna sobre la cuestión es abundantísima. Piénse se sólo en Marsilio Ficino, en León Hebreo, en Giordano Bruno — o, más tarde, en la concepción spinoziana del «amor intelectual a Dios» al final de la Ética, o en las ideas contenidas en el breve tratado supuestamente pascaliano titulado «Discurso sobre las pasiones del amor». Tendremos que prescindir aquí de estas ideas en parte por razones de espacio, en parte porque cuando son lo suficientemente importantes se hallan expuestas en los artículos dedicados a los filósofos que las cultivaron, y en parte también porque en lo fundamental, y en el sentido en que liemos tratado aquí el problema, no pocas de las nociones desarrolladas en los citados períodos tienen raíces neoplatónicas o cristianas (o ambas a un tiempo) y pueden entenderse a partir de algunas de nuestras dilucidaciones.

Observaremos solamente que, además de seguirse tratando el amor en sentidos teológico y metafísico de acuerdo con vías tradicionales, muchos autores de la época moderna han prestado gran atención al fenómeno del amor desde el punto de vista psicológico y sociológico —- como una de las «pasiones del alma», como una emoción, como uno de los posibles modos de relación de los seres humanos en la sociedad, etc. Tres cuestiones se han discutido con gran frecuencia: (1) Si el amor humano es un fenómeno de índole puramente subjetiva —si es, como pretendía Stendhal, el resultado de un proceso (en rigor, dos procesos) de «cristalización» en el ánimo del amante— o si es una emoción reveladora de cualidades y valores en el ser amado;(2) Si tal amor está fundado en una estructura psicofisiológica, o simplemente fisiológica (sobre todo, si está fundado en el deseo sexual exclusivamente, apareciendo como un epifenómeno de éste), o si tiene una autonomía con respecto a los procesos orgánicos, esto es, si es en principio irreductible a ellos; (3) Si el amor humano es un proceso o una serie de procesos inalterables, fundados en una «naturaleza humana» permanente, o si tiene una historia —si, como sostiene Ortega y Gasset, es una «invención humana» surgida en un momento de la historia, y hasta una «creación literaria». A finales del siglo xix y a principios de nuestro siglo ha habido gran copia de teoría subjetivistas, reduccionistas y naturalistas; luego —especialmente con la fenomenología— se ha tendido a tratar el amor de un modo «objetivista», no reduccionista y no naturalista (lo último no significa necesariamente «espiritualista», sino que puede significar «historicista» ).

Es primeramente en relación con estos problemas (especialmente con [1] y [2] que terminaremos presentando tres concepciones contemporáneas sobre la noción de amor: la de Max Scheler —ligada a una teoría de los valores—; la de Joaquín Xirau —que, apoyado en Scheler, ha edificado una metafísica a base de una fenomenología de la «conciencia amorosa»— y la de Jean-Paul Sartre — donde el amor aparece dentro del análisis de la estructura del «Ser-para sí-para otro». La ideas de Scheler —expresadas principalmente en su Ética, en Naturaleza y formas de la simpatía, y en sus estudios sobre «El pudor» y «Ordo amoris» (Cfr. bibliografía en el artículo sobre el citado filósofo)— tienen raigambre agustiniana y pascaliana, pero se apoyan filosóficamente en la axiología objetivista por él elaborada en detalle. Scheler rechaza que el amor sea una idea innata que se derive exclusivamente de la experiencia, o que sea un impulso elemental (acaso procedente de la libido). Se trata como en Brentano de un proceso intencional (véase INTENCIÓN, INTENCIONAL, INTENCIONALIDAD) que trasciende hacia lo amado, lo cual es amado porque es valorado, esto es, valorado positivamente — como el odio trasciende hacia lo odiado en cuanto desvalorado, o «valorado» negativamente. El amor no puede confundirse, pues, tampoco con la simpatía, la compasión o la piedad. En cuanto acto intencional, o conjunto de actos intencionales, posee sus leyes propias,las cuales no son psicológicas, sino axiológicas. El amor (y el odio) no son tendencias o impulsos del sujeto psicofísico; son actos personales que se revelan en el elegir y rechazar valorativamente. El amor (y el odio) no se definen, sino que se intuyen — emotivamente a priori. Por eso puede haber para Scheler ( como para San Agustín y Pascal) un ordo amoris, un ordre du coeur; el amor no es, en suma, arbitrario, sino selectivo. Joaquín Xirau ( véase Amor y Mundo, 1940, especialmente cap. II) se apoya en Scheler para edificar una fenomenología de la conciencia amorosa. De esta fenomenología resultan cuatro notas esenciales: abundancia de la vida interior; potenciación a lo máximo del sentido y valor de personas y cosas; ilusión y transfiguración; reciprocidad y fusión. Ellas dan origen a las manifestaciones del amor: generosidad, espontaneidad, vitalidad, plenitud. El amor es, así, una posibilidad creadora. Mas el amor no se limita a crear; destaca a la vez los valores superiores de lo creado, ilumina a la par que vivifica. En esta iluminación por el amor se lleva a cabo la transfiguración del objeto amado, la cual es reducida por el naturalismo a pura fantasmagoría.

Al transfigurarse, el objeto revela al que lo ama valores que la indiferencia había dejado encubiertos. Xirau establece, además, un orden del amor que constituye el fundamento de una nueva metafísica. En vez de concebir el ser como substancia, como entidad estática que es irrevocablemente en sí (ser absoluto) o en otro (ser relativo), Xirau estima que no hay ser exclusivamente en sí ni ser exclusivamente en otro. El vocablo ‘ser’ no designa un momento estático de lo real, sino un punto de confluencia de proyecciones, relaciones y referencias. Ahora bien, sólo el amor puede poner de relieve la realidad de un ser «esencialmente» dinámico — de un ser que es pura trascendencia y «agilidad». El complejo de relaciones que constituyen la realidad forma varias capas; sobre ellas, como una cima última, se encuentra el amor. En la concepción metafísica de Xirau el amor es la clave que sostiene la arquitectura del mundo. En oposición radical al naturalismo, el autor presenta el amor como género supremo, y las demás realidades como especies que aspiran a tal género.

Jean-Paul Sartre examina el amor en su análisis del «Para-otro», es decir, de las relaciones concretas del «Para-sí» con el «otro» (L’Être et le Néant, 1943, III iii 1, págs. 431-40). Como todas estas relaciones, el amor es un conflicto que enfrenta y a la vez liga a los seres humanos. Mediante el amor se establece una relación directa con la libertad del «otro». Pero como cada ser humano existe por la libertad del «otro», la libertad de cada uno queda comprometida en el amor. En el amor se quiere cautivar esclavizar, la conciencia del «otro». Pero no para transformar al «otro» en un autómata, sino para apropiarse su libertad como libertad. Ello significa que no se pretende propiamente actuar sobre la libertad del «otro», sino «existir a priori como límite objetivo de esa libertad». El amante exige la libertad del amado, esto es, exige ser libremente amado por él. Pero como pretende a la vez no ser amado contingentemente,sino necesariamente, destruye esa misma libertad que había postulado.
Abasuly Reyes – viernes, 24 de junio de 2011, 14:04