Por un lado se ha identificado la creencia con la fe, y se ha opuesto al saber. Por el otro, se ha sustentado que todo saber y, en general, toda afirmación tiene en su base una creencia. En cada caso se ha entendido por ‘creencia’ a una realidad distinta.

Entendida como fe, la creencia ha suscitado en el curso de toda la Edad Media las conocidas formas de relación con el conocimiento. El motivo capital de las especulaciones filosóficas medievales ha sido con frecuencia el de que la creencia como posesión de la fe constituye el propio punto de partida de toda comprensión. La conocida frase ) , Nisi crediteretis, non intelligetis (Is., VII, 9) está, efectivamente, en el frontispicio de una buena parte del pensamiento medieval y, en general, del pensamiento cristiano. El Credo ut intelligam y el Fidens quaerens intellectum que resuenan desde San Agustín a San Anselmo, representan, por lo demás, la situación del pensar filosófico dentro del horizonte de la fe sin posibilidad de una separación. Ésta se manifiesta cuando se sustenta la doctrina de la «doble verdad» pero entonces comienza a plantearse el problema de la creencia no sólo como fides supernaturalis, sino como algo que puede afectar últimamente a la estructura de todo juicio.

Las distinciones establecidas parecen entonces querer situar el problema de la creencia distinguiéndolo no solamente de la fe, sino también de la ciencia y de la opinión. Así, en la medida en que se aproxime a la fe, la creencia designará siempre una confianza manifestada en un asentimiento subjetivo, pero no enteramente basada en él.

En efecto, por lo que respecta cuando menos a la idea de creencia dentro del cristianismo, resulta incomprensible si no se une a ella la realidad del testimonio y precisamente de un testimonio que posee la autoridad suficiente para testimoniar. En cambio, en la medida en que se aleje de la fe estricta, la creencia gravitará siempre más hacia el lado del asentimiento subjetivo y cortará toda la trascendencia indispensable para la constitución de la fe.

En el sentido más subjetivo de la expresión, la creencia aparecerá, por lo tanto, como algo opuesto también al saber y, en cierta medida, a la opinión, pero al mismo tiempo como algo que puede fundamentar cuando menos de un modo inmanente todo saber. Estos dos sentidos de la creencia se entrelazan en el curso de toda la época moderna. Como opuesta al saber y a la opinión, la creencia parece entonces responder a la idea formulada por Hugo de San Victor y por Santo Tomás, según la cual la creencia se halla supra opinionem et infra scientiam. Pero, en verdad, la misma fórmula significa aquí algo esencialmente distinto.

Mientras allí la situación al parecer intermedia de la creencia estaba, por así decirlo, desubjetivada y podía responder al contenido de la fe estricta, en la época moderna, siguiendo algunos precedentes del voluntarismo escotista, la creencia no podrá salir del ámbito inmanente en que se han encerrado los actos enunciativos, aun en el caso de que se suponga que estos actos tienen como contenido los principios supremos del pensamiento.

De ahí una igual tendencia a la subjetivación voluntarista de la creencia en las dos direcciones fundamentales del pensamiento moderno. Para el llamado racionalismo, la creencia será la evidencia de los principios innatos, de tal suerte que creer será entonces la forma en que se dará el fundamento del saber. Para el llamado empirismo, la creencia será también fundamento de todo conocimiento, pero en cuanto se sustenta, en última instancia, en la vivacidad de las impresiones sensibles.

Así, en Hume la noción de causalidad adquirirá para el hombre su validez en virtud de esta creencia natural que, al mismo tiempo que destruye su universalidad a priori, la hace independiente de toda crítica de la razón. Lo más que podemos hacer en filosofía, dice Hume (Enquiry,V,2), «es afirmar que la creencia es algo sentido por el espíritu, que distingue las ideas de los juicios, de las ficciones de la imaginación».

En el siglo XVIII y comienzos del XIX el problema de la creencia fue discutido sobre todo a propósito del dilema planteado entre el determinismo de la Naturaleza y la libertad del espíritu. La afirmación de esta última parecía ser asunto de mera creencia, pero Kant señaló con su crítica la posibilidad de crear un ámbito donde la libertad pudiese ser afirmada. Entonces no solamente «se aparta el saber para dar lugar a la fe», sino que se puede intentar colocar al primero dentro del marco trazado por la última. La conversión del Yo en un absoluto constituía la condición primaria para ello. Esta fue la tesis de Fichte. Pero también Jacobi afirmaba, desde otro ángulo, la creencia al confirmar el carácter condicionado de la razón. El nacimiento de una Glaubensphilosophie podía ser, así, el resultado de una Philosophie y no lo opuesto a ella. En efecto, según Jacobi, la razón (considerada primordialmente como entendimiento) es algo vacío; necesita tener una fuente que sea un conocimiento directo. A esto llamaba Jacobi el sentido (Sinn), ya que «separados el entendimiento y la razón de la facultad reveladora, del sentido, como facultad de las percepciones, carecen de contenido y son meros entes de ficción» (Sämtliche Werke, 1815, II, 284). De este modo, el proceso de subjetivación radical de la creencia operada en el curso de la época moderna desemboca en la fundamentación de ella mediante la absolutización de la entidad creyente.

Una dilucidación de la naturaleza de la creencia necesita distinguir entre todos los aspectos mencionados. La noción vaga de creencia, tal como la que ha sido sustentada por los filósofos del sentido común, abarca un número demasiado grande de significaciones. La creencia no puede ser, pues, simplemente, como señala Reid (Int. Pow., essay II, cap. 20: Inquiry, cap. 20, sec. 5) una operación simple del espíritu que, como tal, ha de tener un objeto, ni, como señala Hamilton (Lec. Met., III), algo que precede al conocimiento en el orden de la Naturaleza. Tampoco puede ser únicamente, según opina Balfour, la trama de la tradición histórica que, al hacer sociológicamente posible el saber, pretende una fundamentación unívoca de éste, o bien, como afirma Peirce, el mero «establecimiento de un hábito», de modo que las diferentes creencias se distingan entre sí por «los diferentes modos de acción a que dan origen» (How to make Our Ideas Clear», Popular Science, Monthly, Enero, 1878; reimp. Chance, Love and Logic, ed. M. R. Cohen, 1923, pág. 41).

De ahí la necesidad de distinguir entre la creencia como algo que trasciende los actos mediante los cuales se efectúa su asentimiento, y la creencia como un acto inmanente, aunque dirigido a un objeto. Dentro de esta última acepción, conviene distinguir entre la creencia como acto por medio del cual un sujeto de conocimiento efectúa una aserción, y un acto limitado a la esfera de las operaciones psíquicas, principalmente voluntarias. Y dentro de esta última significación puede establecerse, como ha hecho D. Roustan (Leçons de Psychologie, Lib. III, cap. ix), una distinción entre tres sentidos de la palabra creencia:

(1) Adhesión a una idea, persuasión de que es una idea verdadera. Todo juicio plantea entonces algo a título de verdad.

(2) Oposición a certeza pasional, como el caso de las creencias religiosas, metafísicas, morales, políticas: por lo tanto, asentimiento completo, con exclusión de duda.

(3) Simple probabilidad, como en la expresión «creo que lloverá». Según Roustan, sólo la primera acepción, usual en la psicología, puede admitirse como definición propia de la creencia. Ortega y Gasset ha dado un sentido distinto a la voz ‘creencia’, que le permite iluminar a la luz de ella la metafísica de la existencia humana. Al examinar la estructura de la vida humana, advierte que no es lo mismo pensar una cosa que contar con ella.

El «contar con» es justamente lo típico de la creencia, pues si el hombre puede llegar hasta a morir por una idea, solamente puede vivir de la creencia. Tal distinción está situada más acá de toda mera dilucidación psicológica; la diferencia entre ideas y creencias no debe entenderse desde el punto de vista particular de la psicología, sino desde el punto de vista total, y metafísico, de la vida. Las creencias son de este modo el estrato más profundo de la vida humana o, si se quiere (pues ello no prejuzga nada sobre un fondo último metafísico), el terreno sobre el cual la vida se mueve. Pero creencia no es un mero creer, sino un «estar en» y un «contar con» que engloban asimismo la duda.

Esta última es también un estar, aunque un estar en lo inestable, una perplejidad que se revela sobre todo en los momentos de crisis. Desde este punto de vista ha de entenderse, según Ortega, la afirmación de que la idea es aquello que se forja el hombre cuando la creencia vacila: las ideas son las «cosas» que de manera consciente construímos precisamente porque no creemos en ellas (Ideas y creencias, 1940, pág. 37). De ahí lo que el mismo autor llama la articulación de ‘los mundos interiores», es decir, la articulación de aquellas interpretaciones humanas de lo real que son —aun las más evidentes— creaciones en un sentido análogo al de la creación poética.

Ciencia, filosofía, religión y arte aparecen así como «reacciones» del hombre ante una situación vital, como instrumentos que maneja la vida humana ante la realidad problemática: «comparado con la realidad», el mundo de la ciencia «no es sino fantasmagoría».

Compilado por: Abasuly Reyes – lunes, 11 de julio de 2011, 14:13
Fuente: José Ferrater Mora.